
Juan Carlos Ramos León.
Del horror de la tragedia muchos rescatamos ese cuadro de la mujer con la ropa hecha girones y prácticamente calva pues su pelo fue, quizás, lo primero en quemarse, llevando a la bebé en brazos.
Septiembre siempre nos sorprende a los mexicanos con alguna tragedia: La semana pasada una noticia que acaparó toda la atención de los medios fue la de la explosión de una pipa de gas en la Ciudad de México que cobró más de una decena de vidas y casi un centenar de heridos, muchos de ellos de gravedad. Pero algo que acaparó también la atención de todos fue la desgarradora escena de una mujer quien pareció emerger de aquel infierno para salvar a su nieta bebé de una muerte segura, destino del que, lamentablemente, ella no pudo librarse: falleció a los pocos días de la tragedia debido a la gravedad de sus quemaduras. Pero salvó a su nieta. Y yo digo que salvó, con ese acto, la esperanza de muchos mexicanos que hoy la tenemos por heroína.
Del horror de la tragedia muchos rescatamos ese cuadro -a la vez grotesco y conmovedor- de la mujer con la ropa hecha girones y prácticamente calva pues su pelo fue, quizás, lo primero en quemarse, llevando a la bebé en brazos hasta que fue auxiliada por un policía y, dejando a la bebé a salvo, prácticamente se desvaneció como habiendo cumplido con una delicada misión que terminó por costarle la vida.
Fíjese usted en los contrastes: esta mujer puso en peligro su vida hasta perderla, sin reparar en aquel riesgo, por salvar a una bebé inocente de las garras de la muerte, mientras que a diario nos llegan notas de bebés que son encontrados, todavía vivos, en basureros. Qué absurdo, ¿no? Por un lado, el que comprende que el indefenso no puede hacer por sí solo y que, ante las circunstancias, la inteligencia y el instinto mandan hacer lo que se debe de hacer: protegerlo. Y, por otro, el que no comprende -o no quiere comprender- que su deleznable acto de arrojar a un bebé a la basura no consiste en despojarse de un pedazo de carne inerte, sino atentar en el grado más bajo y cobarde contra la dignidad de una persona que, además, no tiene cómo subsistir sin ayuda. Aquí toda razón falla, toda inteligencia se nubla y el instinto se tuerce hacia la autoprotección de quien no tiene los pantalones suficientes para hacerse responsable de sus actos.
Hay buena materia para la reflexión, ojalá que la hagamos. Ojalá que el acto de esta admirable mujer -Alicia Matías fue su nombre- y su muerte den fruto. Esa bebé crecerá rodeada de elogios a su abuela, y, por tristeza, sólo sabrá de ella por lo que le cuenten, como nos lo han contado a nosotros los medios. Ojalá que su vida se constituya en un homenaje a su heroico acto. Ojalá que a nosotros nos sirva de algo, también y que no pronto lo pasemos al olvido. Y ojalá que esto nos recuerde que al indefenso se le protege, no se le mata.