
Jaime Santoyo Castro.
La distribución y el consumo de gas L.P. en México han estado históricamente marcados por riesgos constantes: fugas, explosiones, incendios e intoxicaciones,
La explosión de una pipa de gas en Iztapalapa, que dejó un doloroso saldo de vidas perdidas, decenas de heridos y cuantiosos daños materiales, debe encender una alarma social y gubernamental sobre un tema que casi nunca se toca: la seguridad de los tanques estacionarios de gas L.P. instalados en millones de hogares a lo largo del país.
Este accidente no es un hecho aislado ni extraordinario. La distribución y el consumo de gas L.P. en México han estado históricamente marcados por riesgos constantes: fugas, explosiones, incendios e intoxicaciones. Sin embargo, más allá del transporte y suministro mediante pipas, hay un problema latente que suele quedar relegado a la indiferencia: los recipientes mismos que almacenan el combustible en casas, comercios e industrias. Miles de tanques estacionarios, instalados en azoteas, patios o jardines, llevan años, incluso décadas, funcionando sin revisión ni mantenimiento adecuado.
La vida útil de un tanque estacionario no es indefinida. La corrosión, el desgaste de las válvulas, la falta de calibración de manómetros y el deterioro de la estructura metálica convierten con el tiempo a cada recipiente en un verdadero riesgo. Lo más alarmante es que la mayoría de los usuarios desconoce cuándo caduca su equipo o qué procedimientos técnicos deben realizarse periódicamente para garantizar su seguridad. El tanque, mientras no muestre señales externas visibles de daño, se asume como seguro. Pero esa confianza suele ser una ilusión peligrosa.
Las normas oficiales mexicanas establecen ciertos parámetros de seguridad para recipientes a presión y tanques estacionarios. No obstante, en la práctica, su cumplimiento es irregular y difícil de supervisar. Las empresas distribuidoras de gas, interesadas en asegurar ventas, no siempre asumen la responsabilidad de verificar el estado físico del contenedor del cliente, salvo en casos extremos. La inspección periódica queda entonces en manos de los usuarios, quienes, por desconocimiento o por falta de recursos económicos, raramente lo hacen.
Si consideramos que en cada colonia hay decenas o centenas de viviendas con tanques estacionarios, entenderemos que el peligro no se limita a la familia que vive en esa casa, sino que se extiende al vecindario entero. Un tanque deteriorado, con fuga de gas o con fallas en las válvulas de seguridad, puede convertirse en una bomba que afecte no sólo a los ocupantes directos, sino a toda una manzana o incluso a varias cuadras. La pregunta resulta inevitable: ¿habrá que esperar otra tragedia para actuar?
Protección Civil, tanto en los municipios como en los estados, tiene la responsabilidad de prevenir riesgos y salvaguardar la integridad de la población. Sin embargo, hasta ahora no existe un programa nacional, ni siquiera local, que obligue a la revisión periódica de los tanques estacionarios, con registro y dictamen técnico incluidos. En otros países, con regulaciones más estrictas, los recipientes sujetos a presión deben someterse a inspecciones y certificaciones periódicas, y quien no las cumple enfrenta sanciones. En México, la situación es distinta: la autoridad suele llegar tarde, cuando la desgracia ya ocurrió.
Implementar un programa de revisión masiva no sería tarea sencilla, pero sí urgente, y debo remarcar que no es sólo responsabilidad de la autoridad, sino de cada usuario. Podría iniciarse con un padrón de tanques estacionarios en cada municipio, establecer calendarios de inspección por zonas, capacitar personal técnico y, sobre todo, concientizar a la ciudadanía sobre la importancia de verificar la seguridad de su propio equipo. Incluso podría explorarse un modelo de certificación anual, semejante a la verificación vehicular, que condicione la venta de gas al cumplimiento de la revisión periódica del tanque y obligar a las empresas a verificar que la vigencia del tanque esté certificada antes de suministrar el gas.
Un obstáculo real es el costo. Cambiar un tanque estacionario puede significar un gasto importante para muchas familias, y por ello se pospone indefinidamente. Pero si ponemos en la balanza el costo de reemplazar un recipiente viejo frente al costo de una explosión (vidas humanas, hospitales saturados, viviendas destruidas, indemnizaciones, reconstrucción), el resultado es evidente: la prevención siempre será menos costosa. Por ello, se vuelve indispensable que el Estado diseñe mecanismos de apoyo, subsidios o esquemas de financiamiento accesible para la sustitución de equipos caducos.
La tragedia de la pipa nos recordó de manera cruda que vivimos rodeados de riesgos que no vemos. Pero la bomba silenciosa no está únicamente en las carreteras o en los camiones que surten gas a diario, sino en miles de azoteas oxidadas, en tanques que han rebasado con creces su tiempo de vida útil, y que, en cualquier momento, pueden detonar.
No se trata de sembrar alarma ni de provocar miedo colectivo. Se trata de reconocer un problema real y visible, que puede solucionarse si existe voluntad política, coordinación institucional y corresponsabilidad social. La seguridad de los tanques estacionarios no puede seguir siendo un asunto de “cada quien”, porque sus riesgos trascienden el ámbito privado y amenazan directamente a la colectividad.
Por lo pronto, estimados lectores, vayamos a revisar nuestros tanques estacionarios.