
Jaime Santoyo Castro.
Esto es producto de varios factores: la corrupción enquistada en sus estructuras, la falta de renovación de sus objetivos y la politización de sus funciones.
En el transcurso de los años, particularmente después de la Revolución Mexicana, la nación fue construyendo una serie de instituciones que atendieron las demandas de la población, y ello nos dio un largo período de estabilidad, paz y armonía, y propició el desarrollo de nuestra juventud y de la mayoría de los grupos sociales.
En Salud se instituyeron el IMSS, el ISSSTE, el ISSSFAM y una cantidad enorme de centros de salud y hospitales de la Secretaría de Salud, todos debidamente coordinados en pos del objetivo de erradicar viejas enfermedades y darle alivio a los enfermos, que fue ejemplo para muchos países del orbe.
En las actividades agropecuarias se crearon el Banco de Crédito Agrícola que después fue Banrural y se acabó convirtiendo en la Financiera Rural, y en su trayecto fue acompañado por la Aseguradora Nacional Agrícola y Ganadera, la Comisión Nacional del Agua, la CONASUPO y muchas otras instituciones que se ocuparon de establecer canales de desarrollo en este sector.
En Educación, la UNAM, el IPN y las Universidades y Tecnológicos que abrieron sus puertas a la juventud se convirtieron en motores de movilidad social, generando profesionistas de alto nivel y consolidando un sistema educativo que dio oportunidades a quienes, de otra manera, difícilmente hubieran accedido a estudios superiores.
Mención especial merecen las instituciones que se han encargado de resguardar la soberanía y seguridad nacional como lo han sido el Ejército y la Marina, que por su dedicación, empeño, identidad nacional y honestidad se ganaron el respeto de los mexicanos. Por eso nos lastiman los acontecimientos que han salido a la luz pública en el que nos damos cuenta que algunos personajes corruptos, que aprovechando sus cargos en la Marina, pervirtieron la honrosa encomienda transformándola en un vergonzoso bastión delincuencial que le generó un daño enorme a la institución y a la República; y eso no puede quedar sin castigo.
Sin embargo, el problema no se reduce a un caso aislado. Hoy observamos un desgaste generalizado en las instituciones, producto de varios factores: la corrupción enquistada en sus estructuras, la falta de renovación de sus objetivos y la politización de sus funciones. La ciudadanía percibe cada vez con mayor desconfianza a las instancias que deberían protegerla, orientarla y servirle.
El Poder Judicial, por ejemplo, que debería ser garante de la justicia, ha sido señalado en múltiples ocasiones por resoluciones contradictorias, por jueces que se convierten en cómplices del crimen organizado mediante resoluciones a modo, y por una burocracia que ralentiza procesos, volviendo la justicia un privilegio de quienes tienen recursos para pagarla y la finalización de la carrera judicial cambiádonla por elecciones manipuladas y engañosas ha propiciado incertidumbre por la incapacidad de muchos de los designados.
El Poder Legislativo, otrora espacio de debate y generación de consensos, ha caído en una dinámica de confrontación permanente, donde la búsqueda de soluciones colectivas se ha sustituido por cálculos electorales. La ciudadanía percibe que se legisla más para las encuestas que para atender problemas reales.
El Poder Ejecutivo, en distintos periodos, también ha contribuido al desgaste, pues la centralización de decisiones, el uso clientelar de programas sociales y la tentación de controlar organismos autónomos han debilitado contrapesos fundamentales para la vida democrática.
En este contexto, la población vive una contradicción: necesita de las instituciones para resolver sus problemas cotidianos, pero al mismo tiempo siente que estas le fallan, que se han alejado de sus propósitos originales y que ya no representan garantías confiables. Esta erosión de confianza es particularmente peligrosa porque mina la cohesión social y abre la puerta a la desesperanza o, peor aún, a la violencia como medio de resolución de conflictos.
El desgaste institucional también se refleja en la vida cotidiana. El ciudadano que acude a una clínica y se encuentra con desabasto de medicinas; el campesino que solicita crédito y recibe trámites interminables; la madre de familia que busca justicia ante la violencia y se topa con indiferencia de las fiscalías; el estudiante que ve a su universidad sin recursos suficientes. Todos ellos, al acumular decepciones, terminan por desconfiar del sistema en su conjunto.
La pregunta que debemos hacernos es: ¿cómo revertir este proceso? La respuesta no es sencilla, pero sí urgente. Se requiere recuperar la ética del servicio público, profesionalizar a los servidores, garantizar transparencia en la gestión, sancionar sin contemplaciones a los corruptos y, sobre todo, devolverle a las instituciones su razón de ser: servir al pueblo, no servirse de él.
En conclusión, las instituciones mexicanas han sido durante décadas pilares de estabilidad y desarrollo, pero hoy atraviesan por un desgaste evidente que amenaza con debilitarlas aún más si no se toman medidas decididas. El reto es grande, pero no imposible: se trata de rescatar la confianza social, de regenerar los mecanismos de control y de demostrar que el Estado, en su conjunto, sigue siendo capaz de cumplir con su función esencial: garantizar la justicia, la seguridad y el bienestar de todos.
México no puede darse el lujo de perder a sus instituciones. Rescatarlas es tarea de todos.