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Jaime Santoyo Castro

El actuar de las fuerzas del orden: entre la seguridad y la agresión

El actuar de las fuerzas del orden: entre la seguridad y la agresión

Jaime Santoyo Castro.

¿Hasta qué punto el ejercicio de la fuerza legítima del Estado puede transformarse en un ejercicio ilegítimo de violencia contra la población a la que se debe proteger?

Jaime Santoyo Castro
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29 de septiembre 2025

Las fuerzas del orden constituyen uno de los pilares fundamentales del Estado moderno. Su función primordial es garantizar la seguridad pública, prevenir delitos y mantener la paz social. Sin embargo, en numerosas ocasiones, su actuar se ve cuestionado por prácticas que más que proteger, intimidan, reprimen o incluso vulneran la dignidad de los ciudadanos. Este dilema, que atraviesa a sociedades de diferentes latitudes, plantea una interrogante de fondo: ¿hasta qué punto el ejercicio de la fuerza legítima del Estado puede transformarse en un ejercicio ilegítimo de violencia contra la población a la que se debe proteger?

La deshumanización como punto de quiebre

Uno de los problemas más graves en la actuación policial es la deshumanización del ciudadano. Cuando el personal de seguridad no recibe una formación sólida en derechos humanos, perspectiva ciudadana y cultura de paz, el riesgo de que los manifestantes o simples transeúntes sean vistos como objetos de control en lugar de como personas con dignidad es inminente.

En este proceso, la víctima es despojada de sus cualidades humanas: se le considera un obstáculo, un enemigo o incluso un sujeto sin valor intrínseco. Esta narrativa, muchas veces impulsada por los mandos, genera una desconexión moral que facilita justificar la violencia institucional. De este modo, se construye un marco de racionalización que convierte al ciudadano en un “blanco legítimo” de la fuerza, aunque no exista una justificación real para ello.

El resultado es una paradoja: mientras a los verdaderos criminales se les otorgan garantías procesales, al ciudadano común que ejerce su derecho de protesta o que se encuentra en el lugar equivocado se le trata con mayor dureza y con sanciones extrajudiciales que dejan huellas de humillación y resentimiento.

La violencia ejercida desde el poder del Estado no es un fenómeno menor. Su impacto trasciende el momento de la agresión y deja cicatrices profundas en el tejido social. Los ciudadanos que sufren el abuso policial difícilmente olvidan la humillación y el maltrato. Esa memoria colectiva se convierte en un factor de rechazo a la autoridad, minando la legitimidad de las instituciones encargadas de proteger.

Cuando las fuerzas de seguridad se perciben más como un riesgo que como un resguardo, se abre una brecha peligrosa. La confianza ciudadana en la policía, los militares o las guardias nacionales disminuye, y con ella, la cooperación indispensable para construir comunidades seguras. El miedo se transforma en enojo, y el enojo en resistencia pasiva o activa frente a cualquier intento gubernamental de fortalecer el control social.

El uso legítimo de la fuerza y sus límites

No se trata de negar que en determinadas circunstancias el uso de la fuerza resulta necesario y legítimo. Las policías y fuerzas armadas enfrentan situaciones en las que deben actuar para proteger la vida, restablecer el orden o evitar delitos graves y en ocasiones al tratar de cumplir con su deber ellos también reciben agresiones, insultos y maltratos. Pero ese uso de la fuerza debe estar siempre regulado por principios de legalidad, necesidad, proporcionalidad y rendición de cuentas.

El problema surge cuando estos principios se convierten en letra muerta, y la discrecionalidad de los mandos opera como carta blanca para abusos. La ausencia de protocolos claros, la falta de mecanismos de supervisión externos y la impunidad con la que suelen resolverse los casos de violencia institucional contribuyen a la repetición de patrones de abuso.

La autoridad pierde legitimidad cuando no reconoce errores ni ofrece disculpas públicas. En lugar de asumir la responsabilidad por los excesos cometidos, suele justificarse el actuar bajo el argumento de que los agredidos “provocaron” o “amenazaban la seguridad”. Esta narrativa oficial, que victimiza a la autoridad y criminaliza al ciudadano, erosiona aún más la confianza.

Si el objetivo es consolidar una democracia sólida, resulta indispensable repensar el modelo de formación y operación de las fuerzas del orden. No basta con capacitarlos en técnicas de control de multitudes o en el uso de armamento no letal. La verdadera transformación requiere un enfoque de derechos humanos, de respeto a la diversidad social y de comprensión del papel ciudadano en la vida pública.

El Estado debe reconocer que el ciudadano no es un enemigo ni un obstáculo, sino el titular de derechos que deben ser garantizados aun en los contextos de protesta o inconformidad social. Por ello, las políticas de seguridad deben integrar mecanismos de diálogo, mediación y resolución pacífica de conflictos como vías prioritarias antes de recurrir a la represión.

Conclusión: la dignidad como frontera infranqueable

El actuar de las fuerzas del orden no puede ni debe confundirse con la imposición de miedo o la intimidación ciudadana. La línea que separa la seguridad de la agresión es la dignidad humana. Mientras las fuerzas de seguridad traspasen esa frontera y conviertan al ciudadano en un objeto de castigo, se seguirá ampliando la brecha de desconfianza que separa a la población de sus instituciones.

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