

Jaime Santoyo Castro.
Más allá de la torpeza retórica o el presunto desliz verbal, lo que está en juego es algo mucho más grave: la desvalorización del pensamiento y la creatividad femenina.
Las palabras no son inocentes. Llevan consigo una carga moral, ética y social que revela la forma en que se concibe al otro, especialmente cuando provienen de quien ejerce una responsabilidad pública. Por eso, resulta profundamente alarmante la expresión del Director del Fondo de Cultura Económica de nuestro país, quien de manera irónica dijo que “Si sé de un poemario escrito por una mujer, horriblemente asqueroso de malo, por el hecho de ser escrito por una mujer, no merece que se lo mandemos a una sola comunitaria”.
Más allá de la torpeza retórica o el presunto desliz verbal, lo que está en juego es algo mucho más grave: la desvalorización del pensamiento y la creatividad femenina desde una institución del Estado mexicano encargada precisamente de promover la cultura, la diversidad intelectual y la libertad de expresión. El Fondo de Cultura Económica tiene una historia que se ha forjado con pluralidad, con el propósito de difundir el conocimiento, estimular la lectura y dar voz a las distintas corrientes del pensamiento. No es una editorial privada ni un espacio de opinión personal; es un organismo público que representa, en el ámbito de la cultura, los valores constitucionales de igualdad, inclusión y respeto a los derechos humanos. Por eso resulta incomprensible que desde su dirección se emitan palabras tan contrarias a la esencia de la institución. No es una simple falta de tacto: es una falta de respeto, un retroceso en el compromiso con la igualdad y con la dignidad humana.
La expresión en cuestión no solo resulta ofensiva, sino discriminatoria, y proyecta una imagen retrógrada y misógina que contradice la política cultural y de género que México ha construido con tanto esfuerzo durante las últimas décadas. De un funcionario público se espera, cuando menos, prudencia y respeto, pero de un titular de una institución cultural se exige además visión, sensibilidad y responsabilidad ética.
El arte y la literatura no tienen género; tienen talento, profundidad, belleza o crítica, y juzgar la calidad de una obra por el sexo de su autora es una forma burda de discriminación, y más aún, de violencia simbólica, porque busca descalificar la voz femenina desde un poder institucional, lo que se traduce en una negación del valor intelectual de la mitad de la humanidad.
México ha sido cuna de escritoras extraordinarias: Sor Juana Inés de la Cruz, que desafió los prejuicios de su tiempo para afirmar que las mujeres tienen derecho a pensar y a escribir; Rosario Castellanos, que dio voz a las mujeres y a los pueblos indígenas; Elena Garro, cuya prosa revolucionó la narrativa latinoamericana; Margo Glantz, Guadalupe Nettel, Fernanda Melchor, las zacatecanas Amparo Dávila y Citlali Aguilar Sánchez y tantas otras mujeres que han enriquecido nuestra literatura y nuestra cultura. Negar o minimizar su valor es desconocer una parte esencial del alma mexicana.
En un país donde las mujeres aún luchan por igualdad de oportunidades, por seguridad y por reconocimiento, que han logrado por primera vez en la historia que una mujer como la Doctora Claudia Sheinbaum asuma la Presidencia de la República, escuchar este tipo de declaraciones resulta indignante y preocupante pues las instituciones del Estado deben ser ejemplo de apertura, no de exclusión.
Lo verdaderamente “asqueroso” no es la literatura escrita por mujeres, sino la persistencia de prejuicios que buscan silenciarla.