

Jaime Santoyo Castro.
Para 2026, los mexicanos deseamos oportunidades reales para los jóvenes: acceso a educación superior, empleos formales, entre otros.
Al iniciar un nuevo ciclo, los mexicanos solemos mirar el calendario con una mezcla de esperanza y prudencia. No se trata de deseos abstractos ni de promesas grandilocuentes, sino de aspiraciones concretas que nacen de la experiencia cotidiana. Pensar en lo que deseamos para 2026 es, en realidad, un ejercicio de honestidad familiar y colectiva sobre lo que nos ha faltado y lo que estamos dispuestos a exigir como sociedad.
En primer lugar, anhelamos bienestar. No como una consigna, sino como una realidad tangible que se refleje en ingresos suficientes, en la posibilidad de cubrir lo básico sin angustia y en condiciones de vida dignas para las familias. El bienestar empieza cuando el salario alcanza, cuando el esfuerzo diario no se diluye frente a la inflación y cuando el trabajo honesto permite planear el futuro, no solo sobrevivir al presente.
Ligado a ello está un reclamo que se ha vuelto central: la seguridad. Los mexicanos deseamos vivir sin miedo, transitar nuestras calles con tranquilidad, enviar a nuestros hijos a la escuela con la certeza de que regresarán a casa. La paz no se decreta; se construye con instituciones sólidas, cuerpos de seguridad profesionales, una justicia que funcione y una estrategia que ataque las causas profundas de la violencia. Sin seguridad, cualquier proyecto de desarrollo queda incompleto.
En materia de educación, el deseo es claro: calidad y equidad. Queremos escuelas bien equipadas, maestros valorados y programas que preparen a los estudiantes para un mundo cada vez más complejo. Pero, sobre todo, queremos que la educación vuelva a ser un verdadero motor de movilidad social. Que nacer en una comunidad rural o en un barrio marginado no condene de antemano las posibilidades de una niña o un joven talentoso.
La juventud ocupa un lugar especial en estas aspiraciones. Para 2026, los mexicanos deseamos oportunidades reales para los jóvenes: acceso a educación superior, empleos formales, capacitación y espacios para emprender. No basta con discursos sobre el “futuro de la nación” si ese futuro se enfrenta al desempleo, la informalidad o la tentación de caminos destructivos. Apostar por la juventud es una inversión, no un gasto.
Otro anhelo profundo tiene que ver con la salud. Queremos un sistema que funcione, que atienda con dignidad y que garantice medicamentos disponibles. La salud no debería depender del ingreso ni del lugar de residencia. La atención médica oportuna y de calidad es una de las formas más claras en que el Estado puede demostrar su compromiso con la vida y la dignidad de las personas.
En el ámbito económico, el deseo es crecimiento con sentido social. No un crecimiento que beneficie solo a unos cuantos, sino uno que genere empleo, fortalezca a las pequeñas y medianas empresas y aproveche el potencial productivo del país. Los mexicanos aspiramos a una economía estable, con reglas claras, que genere confianza y permita atraer inversión sin sacrificar justicia social.
Finalmente, para 2026 deseamos algo que atraviesa todas estas demandas: confianza. Confianza en las instituciones, en la ley, en que el esfuerzo vale la pena. Sin ella, la cohesión social se erosiona y el desencanto se vuelve norma.
Estos anhelos no son excesivos ni utópicos. Son, simplemente, lo que una sociedad que ha resistido mucho espera con legitimidad. Convertirlos en realidad no depende solo del gobierno en turno, sino también de una ciudadanía informada, exigente y participativa. Porque desear un mejor país es el primer paso; construirlo, la responsabilidad compartida.