

Jaime Santoyo Castro.
Más allá del contenido puntual de sus declaraciones, el episodio pone sobre la mesa una cuestión de fondo: el papel del obispo no solo como ministro de culto, sino como líder social.
Las recientes declaraciones del Obispo de Zacatecas, Monseñor Sigifredo Noriega Barceló, abrieron un debate que trasciende lo estrictamente religioso y se adentra en el terreno de la vida pública. En sus palabras, el prelado hizo un balance crítico del gobierno derivado de la Cuarta Transformación, señalando que; a su juicio, las autoridades de Morena, tanto federales como estatales, han respondido a la violencia y la inseguridad con una estrategia basada en la negación. Subrayó, además, la existencia de sectores desatendidos y la falta de una respuesta institucional eficaz frente al drama de las familias de las personas desaparecidas.
También expresó preocupación por la reforma a la Ley General de Aguas, aprobada sin el tiempo suficiente para su socialización, y advirtió sobre sus posibles efectos negativos en comunidades y productores. Finalmente, se refirió a las protestas del sector campesino, señalando que la falta de atención a sus demandas podría conducir a un escenario de dependencia alimentaria, con impactos directos en la economía nacional.
Más allá del contenido puntual de sus declaraciones, el episodio pone sobre la mesa una cuestión de fondo: el papel del obispo no solo como ministro de culto, sino como líder social. En contextos de crisis, violencia y descomposición institucional, las iglesias y particularmente sus pastores, suelen conservar una legitimidad social que muchos liderazgos políticos han perdido. No se trata de un poder formal, sino de una autoridad moral construida a partir de la cercanía con la gente, del acompañamiento a víctimas y de la presencia constante en territorios donde el Estado suele llegar tarde o no llega.
Esa autoridad moral explica, en buena medida, por qué las palabras de un obispo tienen eco social. Mientras una parte importante de la clase política enfrenta una profunda crisis de credibilidad, marcada por la desconfianza ciudadana, la polarización y el desgaste del discurso oficial, los líderes religiosos continúan siendo referentes para amplios sectores de la población. Pretender desconocer esa realidad sociológica no la elimina; solo la profundiza.
En ese contexto, la reacción del Presidente del Consejo Estatal de Morena resulta desmedida. Tras acusar al Obispo de mentir e incluso calificar sus dichos como “pecado”, promovió una queja ante el Instituto Electoral del Estado de Zacatecas, alegando una violación al principio de laicidad y solicitando que se le impida emitir expresiones relacionadas con la vida civil.
El planteamiento exige precisión jurídica. El principio de laicidad no busca silenciar a las iglesias ni a sus ministros, sino impedir su intervención directa en la contienda política y electoral. La Constitución prohíbe el proselitismo partidista desde los púlpitos, no la opinión crítica sobre asuntos de interés público. El Obispo no llamó a votar por partido alguno, no promovió candidaturas ni utilizó su investidura para incidir en procesos electorales; se limitó a expresar preocupaciones sociales y éticas compartidas por amplios sectores de la ciudadanía.
Confundir crítica gubernamental con actividad política indebida es un error conceptual que, llevado al extremo, puede convertirse en una forma de censura encubierta. En una democracia madura, la credibilidad no se impone por decreto ni se protege mediante denuncias administrativas; se construye con resultados, diálogo y rendición de cuentas.
Resulta paradójico que, frente a una crisis de violencia, desapariciones y reclamos sociales, el debate se centre en quién puede hablar y no en lo que se está diciendo. Cuando un líder social con legitimidad moral señala fallas del poder público, la respuesta institucional debería ser la reflexión y la corrección, no la descalificación ni la amenaza.
Ni la Iglesia debe convertirse en actor partidista, ni el Estado puede asumir un papel inquisitorial frente a la crítica. La laicidad exige límites, pero también tolerancia. Y en tiempos de escasa confianza en la política, callar a quienes aún conservan credibilidad social no fortalece al Estado: lo debilita.