
Antonio Sánchez González.
Lo único que puede ser indigno es la malicia, de ninguna manera la enfermedad, la discapacidad, la vejez o el sufrimiento.
Según los utilitaristas y los materialistas, es obvio que la asistencia para morir debe concederse a todas las personas que la soliciten libremente, aunque no estén al final de la vida, porque sus deseos son sagrados. Por lo tanto, se adhieren a la extraña noción de que existe un derecho absoluto a “morir con dignidad”, la idea detrás de este eslogan es que la enfermedad, el sufrimiento o la vejez pueden hacer que la existencia de un ser humano pierda su dignidad. Debo admitir que esta visión del mundo de que la dignidad depende de la salud mental o física me parece repugnante. Lo único que puede ser indigno es la malicia, de ninguna manera la enfermedad, la discapacidad, la vejez o el sufrimiento.
Al respecto, obviamente que mi opinión no es importante, pero lo que puede ser importante es entender finalmente por qué en este tema dos visiones del mundo se oponen irreconciliablemente. Durante décadas, absolutamente todos los filósofos materialistas y utilitaristas han abogado por la muerte asistida en nombre del altruismo. El utilitarismo entonces pretende ser “humanitario”, siendo su principio supremo que una acción es buena cuando tiende a lograr la mayor cantidad de felicidad para el mayor número de personas y mala cuando no lo consigue. Es comprensible que a partir de tales premisas se lleguen a considerar legítimos el suicidio asistido y la eutanasia activa en la medida en que esta moral se fundamenta en el resultado de la suma algebraica de placeres y dolores; huelga decir que desde el momento en que una vida pone en la ecuación infinitamente más dolor que placer sin la menor posibilidad -ni siquiera esperanza- de mejora en el futuro, debemos asumir las consecuencias y ofrecer ayuda para morir a aquellos que lo deseen.
La Iglesia Católica siempre se ha opuesto a ello de la manera más radical. Por supuesto, hace justamente una diferencia entre la eutanasia activa, que rechaza tanto como al encarnizamiento terapéutico. Como dice el catecismo oficial del Vaticano, “el cese de los procedimientos médicos que son costosos, peligrosos o desproporcionados con respecto a los resultados esperados puede ser legítimo. Es el rechazo de la implacabilidad terapéutica… En el plano de los principios, la doctrina de la Iglesia es, por tanto, clara: culmina en un vigoroso estímulo al desarrollo y administración de los cuidados paliativos en lugar de legalizar la eutanasia o el suicidio asistido. A esta idea se añaden las consideraciones sobre el sentido del sufrimiento en la perspectiva de la salvación. La Iglesia insiste en el hecho de que la enfermedad puede “ayudar a la persona a discernir en su vida lo que no es esencial para volver a lo que es. Muy a menudo, la enfermedad provoca una búsqueda de Dios, un retorno a Él”.
En estas condiciones, ¿cuánto valen unos pocos días o meses dolorosos en comparación con la posibilidad de una vida dichosa? Sería, por tanto, una locura acortar el final de una vida, ya que puede ser la última oportunidad para comprender el sentido de la propia existencia, para compartir la pasión de Cristo e incluso para estar unidos a ella, como subrayan otros pasajes del mismo catecismo. Para el no creyente, sobre todo si es materialista y utilitarista, esta apología del sufrimiento aparecerá como un sinsentido, incluso como una abyección, mientras que para el creyente, es el materialismo teñido de utilitarismo el que se dirige hacia lo peor: en lugar de responder a las angustias humanas con fraternidad, o incluso con amor (como ahora invita el nuevo Papa), hace de la salud un criterio de dignidad humana, lo que conduce inevitablemente a la legitimación de la muerte asistida mucho más allá del final de la vida.
Sin comprender que la enfermedad puede menoscabar la libertad y que el sufrimiento y la dignidad son cosas absolutamente distintas, la filosofía materialista siempre podrá, con la mejor de las intenciones, establecer límites claros a la muerte asistida en el momento en que ya no haya razón para no administrarla a todos los que lo deseen, estén físicamente enfermos o no. Estas dos visiones del mundo son, por lo tanto, irreconciliables y en uno de los extremos se desvirtúa la existencia y la naturaleza de los cuidados prestados al final de la vida. Ir más allá, como desgraciadamente es previsible que puede suceder, abrirá el camino a los peores excesos: los ancianos miserables y solitarios, deprimidos, discapacitados y “cansados de la vida” tendrán que ajustarse a tal visión.