Antonio Sánchez González.
Las medidas sanitarias que acabaron tomando las empresas y las escuelas, fueron en la dirección correcta: uso de mascarillas, distanciamiento social, aumento del número de pruebas.
Después de errores, lamentablemente colosales, cometidos por gobiernos e individuos con sotanas de iluminados que comenzaron negando contra todo sentido común la utilidad de las pruebas y las mascarillas, las evidentes medidas sanitarias que acabaron tomando tanto para las empresas como para las escuelas fueron en la dirección correcta: uso de mascarillas, distanciamiento social, aumento del número de pruebas…
Por lo tanto, el Covid no volvió loca a la humanidad ni a nadie, sino todo lo contrario: parece que, aparte de una pequeña minoría de teóricos de la conspiración antimascarillas, nuestros conciudadanos encontraron el camino de la razón antes que nuestros políticos. Dicho esto, una serie de lecciones de la crisis me parecen hoy lo suficientemente claras como para ser aprendidas a 5 años vistas.
Para empezar, según un análisis que el filósofo David Hume ya había expuesto en 1750 en sus Ensayos sobre la estética, nos vemos obligados a admitir que el mundo de la ciencia es, paradójicamente, aún más conflictivo que el del arte. Está muy bien decir “a cada uno a su gusto”, añadir que “los gustos y los colores no se discuten”, lo cierto es que casi nadie discute que Bach o Mozart son genios. Por otro lado, ya sea sobre la hidroxicloroquina, el lavado de manos hasta sacar ampollas, las estaciones de trenes, las escuelas y los negocios cerrados, las calles vacías, la inmunidad, la utilidad de las pruebas o la de las mascarillas, los científicos nos han regalado el espectáculo de la disensión que hubiéramos creído imposible ya que la sensación de que la ciencia está en el ámbito de la objetividad parecía obvia.
No, las mascarillas no eran inútiles, como dijo Hugo López en marzo de 2020: “Hoy voy a ser muy claro: ¡no deberíamos usar cubrebocas! No es de interés para el público en general, incluso es falsamente protector”. Lo encantador en esta audaz afirmación es el “falsamente”: el epidemiólogo zar antiepidemia no decía “nos estamos preguntando”, no nos habla en el modo de “tal vez”, sino es categórico, ¡la mascarilla es inútil y tal vez incluso peligrosa! Sin embargo, habría salvado vidas, como hizo en Asia desde el inicio de los contagios, pero es cierto que, al mismo tiempo, Olivier Véran, el ministro de Sanidad francés y Anthony Fauci, decían lo mismo.
No, no había chips electrónicos en las mascarillas KN95, y si algunos fabricantes de mascarillas lavables creyeron entonces oportuno instalarlas, fue únicamente para indicar la fecha en la que deben cambiarse. No, la crisis no se inventó para poner en marcha medidas liberticidas, como afirmaron delirantemente algunos intelectuales, como Giorgio Agamben, el ideólogo italiano y discípulo de Foucault, aparentemente conquistado por un grave episodio paranoico, que afirmaba en L’Obs del 19 de marzo del 2020 que la epidemia había sido francamente “inventada como un pretexto ideal para poner en marcha medidas liberticidas más allá de todos los límites”.
No, aunque la cloroquina no fue la panacea que muchos médicos esperaban, en la medida en que los antipalúdicos son antivirales cuyos efectos secundarios son bien conocidos, en la medida en que están destinados a evitar que un virus específico entre en las células, a prohibir su prescripción por parte de los médicos de cabecera y a reservarla para los hospitalistas de los pacientes que ya están infectados, era incomprensible, por no decir absurdo antes de finalizados los protocolos de investigación que así lo demostraron. Igual de absurdo fueron las filas para comprar papel sanitario o regular la venta de Aspirinas.
Y no, por todo eso, toda esta serie de medidas no fueron hechas, como declaró Michel Onfray, un escalón por encima de Agamben, por el gran capital para “hacer una fortuna sacrificando la salud de las personas, lo que supone que, en connivencia con la industria farmacéutica, el gobierno opta por la muerte de las personas como una variable de ajuste del mercado que, Con el tiempo, y por lo tanto con la acumulación de cadáveres, hace que el producto farmacéutico sea deseable y, por lo tanto, raro y caro”. El tiempo puso a todos en su lugar.
No, la pandemia no fue una crisis ecológica, sino una crisis sanitaria, como demostró claramente Marc Fontecave, profesor del Colegio de Francia, que se pronunció contra las ridículas afirmaciones de Nicolas Hulot de que la pandemia era un «ultimátum que nos envía la naturaleza»: “El revés puramente ideológico de acusar al hombre de esta tragedia sanitaria cuando, por el contrario, tenemos aquí una nueva ilustración de la violencia de la naturaleza frente al hombre, ¡es verdaderamente espantoso!”.
El hecho es que la principal lección que nos dejó aquella crisis está quizás en otra parte, en el hecho de que, por primera vez en la historia de las sociedades liberales, la vida se ha puesto por encima de la economía y de que, una vez más, la humanidad resolvió una crisis juntando talentos y herramientas que ya tenía disponibles, lo cual, a fin de cuentas, y a pesar de los grandes delirios que acabamos de mencionar, es una buena noticia.