
Antonio Sánchez González.
Es este el misterio que los médicos y otros profesionales de diversas disciplinas nos vemos obligados a examinar en la figura de estas “enfermedades de la felicidad”.
Esta es una paradoja de nuestras sociedades posmodernas. Nunca hemos vivido tanto tempo, nunca hemos tenido más alimentos disponibles y nunca hemos tenido mejor salud. Y, sin embargo, nuestras sociedades prósperas y libres son también las que tienen las tasas más altas de adicciones a drogas, obesidad y depresión de la historia. Como si el vértigo de posibilidades en una época igualitaria, que ya no confina la vida individual a marcos colectivos y ya no asigna roles al nacimiento, llevara a una profunda desorientación de nuestra especie.
Es este el misterio que los médicos y otros profesionales de diversas disciplinas nos vemos obligados a examinar en la figura de estas “enfermedades de la felicidad” que el individuo contemporáneo tendrá muchas posibilidades de encontrar en el curso de su vida.
Y esta realidad pone en entredicho otro tabú sociológico: la negación de la biología. Contrariamente a lo que siempre se nos enseñó a los médicos, de fuimos enseñados a asumir que un hecho social sólo podía explicarse por otro hecho social, ahora parece estar claro que lo biológico y lo social están entrelazados y que no pueden separarse y que es verdad que los médicos debemos leer los periódicos a diario porque lo que se describe en ellos afecta a la salud de las personas, de manera preponderante en estas enfermedades de la modernidad tanto como está claro que algunos genes predestinan la adicción, la ansiedad y la obesidad tanto como otra lista larga de enfermedades.
Y se ha evidenciado la distorsión cada vez más incuestionable entre nuestras disposiciones cognitivas, que son el resultado de una lenta evolución de la especie humana, y las demandas de la vida moderna. Esta brecha entre el tiempo biológico y el de los cambios en los estilos de vida favorece el desarrollo de enfermedades crónicas y degenerativas. En otras palabras, tenemos cerebros de cazadores-recolectores en la era de las redes sociales, la competencia intraindividual y el individualismo desenfrenado. Inevitablemente, hay suficiente materia para acabar enfermando.
La cuestión de la democratización de las drogas es particularmente interesante. La difusión de drogas adictivas en sociedades guiadas por los ideales de libertad e igualdad es eminentemente preocupante. Esta sujeción atestigua una dificultad, si no una incapacidad, para satisfacer las exigencias propiamente modernas de la vida. Tanto la izquierda, en su visión “recreativa” de las sustancias, como la derecha, en su prisma exclusivamente de seguridad, no logran captar la magnitud del problema: si el narcotráfico ha explotado en nuestras sociedades, también es principalmente porque la demanda de drogas se ha disparado. Ya no es prerrogativa de intelectuales o poetas ávidos de paraísos artificiales, sino que se está generalizando en los círculos populares.
Por otra parte, la prevalencia de la depresión (15% en todo el mundo según la OMS) también aumenta constantemente. Antes, la neurastenia o melancolía afectaba a las categorías burguesas. En el siglo 20 las patologías psicológicas ordinarias sufrieron un cambio social: ahora afectaban a las clases medias y trabajadoras. El esquema de los trastornos psíquicos ligados a la culpa o al conflicto entre el individuo y los marcos rígidos de la sociedad ya no existe. Hoy, por el contrario, es la ausencia de clases directivas bien definidas lo que lleva a la depresión.
Está claro que la alteración de los lazos sociales y la desaparición de los individuos en las sociedades industriales conducían a un aumento de los suicidios. En las clases trabajadoras, los sindicatos y las asociaciones habían tomado el papel que tenían las sociedades tradicionales, proporcionando antídotos contra el aislamiento social producido por la modernidad. Con el debilitamiento de estas organizaciones, la angustia y el resentimiento son difíciles de socializar. Esta necesidad de pertenencia se llena ahora con la explosión de las redes sociales con las que la gente trata de llenar un vació que tiene origen en una necesidad biológica.
Finalmente, en el ideal meritocrático, que promete a todos ascender a través del esfuerzo y el trabajo, está una de las fuentes del malestar contemporáneo. En una sociedad en la que ya no hay roles asignados al nacimiento, en la que el éxito o fracaso de cada persona es responsabilidad exclusiva del individuo, la presión y la frustración que se ejercen sobre el que pierde la carrera por el éxito es inmensa. La explosión en la casuística de trastornos depresivos, la obesidad y el consumo de drogas puede leerse como una expresión del malestar de estos perdedores. La meritocracia provoca ansiedad para los hijos de las clases medias, es depresiva para los niños pobres porque lleva a la internalización como un fracaso que a veces es el resultado de un entramado emocional y familiar inadecuado.
En las sociedades que ya no están estructuradas únicamente por las relaciones salariales, las fracciones más devaluadas de la población se ven frustradas. Todavía no hemos medido las consecuencias psicopatológicas de la masificación de la educación superior con su procesión de graduados precarios que no encuentran el lugar que se les prometió en la sociedad.