
Juan Carlos Ramos León.
Siempre se puede hacer un cambio en la conducta. Un cambio duradero; a veces profundo, a veces más bien superficial.
Muchas películas tratan sobre casos de personas que son tocadas por alguna circunstancia particular y pasan de ser unas a otras completamente diferentes. Así, si alguna de ellas era el solitario huraño del edificio de departamentos, la reciente mudanza de una familia con una hija risueña enferma de cáncer que se acerca constantemente a él termina por volverlo un hombre distinto, amable y social. De igual forma, un hombre insensible y codicioso termina enamorándose de una mujer que lo vuelve prácticamente un santo. Así es la ficción. Pero nos transmite algo: el hombre sabe que puede ser mejor y quiere ser mejor. Usted y yo que nos leemos cada semana de una u otra manera no estamos del todo satisfechos con quienes somos y con lo que hacemos y en el fondo nos gustaría probar algo diferente, algo mejor.
Siempre se puede hacer un cambio en la conducta. Un cambio duradero; a veces profundo, a veces más bien superficial. Lo fundamental aquí es que se quiera ese cambio, es decir, que exista la conciencia de que algo podría ir mejor en la vida de uno si se emprenden dos o tres propósitos y se atienden con constancia y firmeza.
Eso sí, ningún cambio es fácil o placentero. Todos conllevan un sacrificio al principio, algo de dolor, vamos, aunque siempre, y esto delo por cierto, siempre la recompensa está al final del camino y sobreabunda a todo aquello a que hubo que renunciar para conseguirlo.
¿Por qué convertirse? La vocación del hombre no es estar solo sino vivir en compañía de otros: De sus amigos, su pareja, sus hijos. Y, para que exista cordialidad en su entorno, es necesario abandonar ciertas posturas o actitudes que podrían ser un obstáculo para interrelacionarse con los demás. Así que todos los días nos ofrecen constantemente incontables oportunidades para irnos convirtiendo, a veces de a poco, a veces de a mucho, con el fin de ser un tanto más “compatibles” con otras personas. Los padres, por ejemplo, estamos obligados a convertirnos hacia nuestros hijos para así poder ayudarles a ellos a convertirse poco a poco en adultos; en la pareja uno tiene que convertirse hacia el otro para construir una relación fuerte.
La conversión requiere de un propósito, de una motivación. Algo que se vuelva casi casi como un ideal hacia el cual dirigirse. También es por eso que la palabra “conversión” evoca de inmediato un sentido trascendental, espiritual. Y no necesariamente significa que se sea malo y se esté llamado a convertirse al bien como solemos pensar. También significa estar dispuesto a desprenderse de algo que quizás sea bueno en sí mismo pero con el objeto de conseguir algo mejor.
La conversión requiere de una inspiración que bien puede ser el amor o el deseo de ser eterno, de no morir, es decir, de perpetuarse en una vida mejor que la presente.