
Juan Carlos Ramos León.
El entorno familiar puede ayudar al desarrollo de las cualidades y valores de sus integrantes.
La familia puede ser ese círculo social en el que varias personas que llegaron ahí por obra de la casualidad se ven obligadas a llevar el mismo apellido y realizar cierta interacción juntas, más por resignación que por convicción, en enfrentamientos constantes por salvaguardar a toda costa los intereses generados en sus propios egoísmos con la consecuente intención de buscar siempre el momento para abandonar aquella atmósfera tóxica que llega a crearse.
O, por supuesto, puede ser todo lo contrario: un lugar de encuentro, de apoyo, de amor.
Tuve la oportunidad de ver una película que en México recibió el título: “Las Vueltas del Destino”. El nombre original en inglés es “August: Osage County” haciendo referencia a la temporada y el lugar en el que se desarrolla la trama la cual está basada en un guion que se escribió originalmente para teatro.
Se trata de un enredo familiar entre un grupo de almas rotas, carcomidas por el egoísmo de caer en el primer supuesto aquí planteado: No hubo de otra, ahí les tocó nacer y el ambiente hostil -empezando por las propias personalidades quebradas de los padres- poco a poco fue enseñándoles a todos a desarrollar sus propios mecanismos de defensa ante el dolor que fue siempre el común denominador de su convivencia diaria. Y no un dolor causado por la falta de bienes materiales, sino por la falta de empatía: nadie les enseñó a amarse.
Hay una conversación en la que una madre dice a su hija de catorce años “por favor no te mueras antes que yo”. De pronto parecería que hay ternura y cariño en esta petición pero en realidad, en el contexto, es el asomo de un arraigado egoísmo que dice: “no me hagas pasar a mi ese dolor, súfrelo tú”.
Si bien se trata de una ficción en la que todo el resentimiento y confusión posibles se dan en un núcleo familiar más bien reducido, sí refleja claramente la gran amenaza a la que nos enfrentamos todas las familias en nuestra convivencia: el egoísmo. Y muchas veces desde nosotros mismos como padres: sí, llegamos a ser egoístas con nuestros hijos sin darnos cuenta, es nuestro propio ego herido por algún asunto del pasado.
Los niños pequeños son egoístas por naturaleza -quizás por instinto de supervivencia- condición que tiene que ser tomada por sus formadores, principalmente sus padres, para, por medio del ejemplo, ir transformándola poco a poco en desprendimiento, empatía y generosidad. En amor, para acabar pronto.
Y no se trata de estar todos de acuerdo siempre o de pensar igual. Eso sería imposible, porque cada uno, a pesar de formar parte del mismo seno familiar, piensa distinto y cuenta con un temperamento diferente. Pero sí se trata de enseñar a los hijos a darse cuenta de que la mejor forma de obtener la paz y el bienestar que todos deseamos es comenzar a ofrecerlo a los otros para recibirlo en consecuencia.