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Jaime Santoyo Castro

La impaciencia por el poder. Entre la anticipación ilegal y la fragmentación social

La promoción anticipada tiene consecuencias que rebasan lo electoral. Muchos servidores públicos, en lugar de concentrarse en la administración eficiente y honesta de los recursos, dedican su tiempo a construir alianzas políticas.

Jaime Santoyo Castro
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14 de julio 2025

Las leyes electorales en México y en muchas otras democracias establecen con claridad los períodos en que deben realizarse los procesos internos de los partidos políticos, así como los tiempos oficiales para precampañas, campañas y difusión del voto. Estas normas buscan, entre otras cosas, preservar la equidad en la contienda, garantizar la imparcialidad de los gobernantes en turno, evitar el uso indebido de recursos públicos, y permitir que la ciudadanía tenga momentos de paz política para concentrarse en las tareas cotidianas de gobierno, economía y desarrollo social.

Sin embargo, en la realidad nacional, esas reglas son cada vez más ignoradas. Tanto los partidos como sus líderes y aspirantes se adelantan – sin recato alguno – a los tiempos legales. Inician campañas disfrazadas de giras de trabajo, promocionan su imagen bajo argumentos de informes legislativos, encabezan reuniones “informativas” y despliegan toda una estrategia publicitaria que, aunque burdamente camuflada, tiene fines electorales evidentes. Esta práctica, generalizada y progresivamente descarada, ha degradado la vida pública, fracturado los partidos, distorsionado el debate democrático y distraído a funcionarios y ciudadanos de sus responsabilidades fundamentales.

El daño más profundo de esta anticipación no es solo la violación de la ley, sino la contaminación del ambiente social. En lugar de fortalecer la unidad y el trabajo colectivo, estas precampañas anticipadas generan un clima de confrontación y sospecha. Las estructuras partidistas, en lugar de cohesionarse en torno a proyectos comunes, se convierten en campos de batalla entre simpatizantes, compadres, grupos de interés, operadores territoriales, y hasta comunicadores que se alinean según conveniencias momentáneas. Lo que debería ser un ejercicio ordenado de selección interna, se transforma en una lucha desordenada por el poder, en la que los principios, la ética y la legalidad son sacrificados en aras de la ambición y la ventaja táctica.

La promoción anticipada tiene consecuencias que rebasan lo electoral. Muchos servidores públicos, en lugar de concentrarse en la administración eficiente y honesta de los recursos, dedican su tiempo a construir alianzas políticas, posicionarse en redes sociales o garantizar la operación de su grupo dentro del partido. Se forman círculos cerrados, burbujas de autoelogio y adulaciones, que aíslan a los gobernantes de las verdaderas necesidades ciudadanas. El servicio público se ve contaminado por el cálculo político, y las decisiones de gobierno se subordinan al proyecto personal de cada aspirante.

Para la sociedad, el panorama no es más alentador. La anticipación electoral genera cansancio, desconfianza y polarización. Desde mucho antes del inicio formal de las campañas, ya se respira un aire de enfrentamiento, se activan mecanismos de propaganda encubierta y se alimentan odios o simpatías a partir de rumores, descalificaciones y filtraciones. Las redes sociales se convierten en trincheras, no de diálogo o propuestas, sino de ataques, burlas y linchamientos digitales. En lugar de abrir un debate maduro sobre los grandes temas del país – educación, seguridad, salud, desarrollo – nos enfrascamos en pugnas internas por candidaturas aún no definidas, pero ya enconadas.

La figura del aspirante adelantado también ha generado un nuevo tipo de liderazgo político, más basado en la imagen que en el contenido. Se premia la visibilidad por encima de la preparación, la popularidad sobre la experiencia, y la fidelidad a ciertos grupos sobre el compromiso con el interés general.

Esta anticipación despierta la lógica perversa del “todos contra todos”. A los simpatizantes de un precandidato se les ve como enemigos de los otros, y viceversa. Comienzan las descalificaciones internas, los golpes debajo de la mesa, los pactos oscuros, las traiciones anticipadas. Todo ello erosiona la unidad de los partidos, debilita su estructura y deja heridas que no siempre sanan, incluso cuando llega la campaña oficial.

Es cierto que en política nadie quiere llegar tarde a la contienda. Pero respetar los tiempos legales y éticos no es una ingenuidad, sino una responsabilidad democrática. Adelantarse a los tiempos no solo vulnera la ley, también vulnera la confianza ciudadana, envilece la competencia, y demuestra una impaciencia por el poder que debería preocuparnos a todos.

¿Qué clase de gobernante será aquel que no supo esperar los tiempos legales, que no respetó las reglas del juego, y que antepuso su ambición a la serenidad institucional? ¿Qué mensaje se da a la juventud si lo que observan es que, para triunfar en política, hay que adelantarse, engañar, dividir y traicionar?

La democracia no solo se mide en votos, sino también en los procesos que los anteceden y en tal virtud los procesos deben conducirse por el cauce legal, al respeto institucional y a la ética pública.

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