
Jaime Santoyo Castro.
La peligrosa habilidad de justificar lo injustificable
En el ámbito político mexicano en general, ha sido una costumbre (casi una norma) que ante el más mínimo ataque o crítica al jefe, al superior, o al líder, los colaboradores, sean diputados, senadores, funcionarios, empleados o líderes de organizaciones políticas afines o aliadas, lo defiendan con todo, aunque no conozcan o no entiendan el tema o incluso estén conscientes de que las críticas son acertadas y justificadas. Esta actividad de defensoría parece formar parte del profesiograma o de las obligaciones contractuales o políticas y en tal virtud, el que no las cumple podrá ser mal visto, despedido o distanciado.
La necesidad de defender ubica al defensor entre la razón y la lealtad o el interés por quedar bien, y casi siempre se sacrifica a la razón. Los más aventados, (que no siempre son los mas experimentados), proceden a estructurar difíciles e inaplicables argumentos de defensa; tales, que en ocasiones la pasión que le ponen, unida al desconocimiento, inducen a agravar más la situación y terminan por decirles: “mejor no me ayudes, compadre”. Otros menos aventados, digamos que un poco mas analíticos, ante la falta de argumentos veraces, evitan asomarse y se hacen a un lado sigilosamente.
Esta legendaria práctica es evidentemente un riesgo social, toda vez que la retórica pese más que la ética, lo que se torna en un fenómeno inquietante: personas, líderes o instituciones que, sin pudor, intentan justificar actos contrarios a la ley, a la moral o al sentido común. Surge entonces una pregunta que no es solo retórica, sino profundamente ética y social: ¿cómo defender lo indefendible?
El límite moral: cuando el silencio es más digno
Hay acciones que son, por su naturaleza, injustas, abusivas o corruptas; y sin embargo, se pretende revestirlas de argumentos para suavizar su impacto o diluir la responsabilidad. En esos casos, el intento de defensa no enaltece al defensor, sino que lo exhibe. Porque no todo puede ni debe defenderse: hay líneas que, una vez cruzadas, sólo admiten una respuesta digna: la renuncia, la reparación o el silencio.
Defender lo indefendible implica muchas veces torcer la lógica y jugar con las emociones. Se recurre al relativismo moral para afirmar que: “otros lo hicieron antes”, o “las circunstancias así lo exigían”. O se intenta culpar a terceros, aludiendio a “las herencias malditas”, desviar el foco, minimizar el daño, o apelar a tecnicismos para justificar lo injusto.
Retórica vacía y manipulación discursiva
En política, en los tribunales o en los medios, no faltan quienes, con habilidad discursiva, logran confundir a la audiencia. Utilizan lenguaje ambiguo, sobreinformación, apelaciones emocionales o distracciones, para justificar lo que en esencia es indefendible. Se busca cambiar el marco narrativo: transformar al victimario en víctima, al corrupto en víctima de persecución, al irresponsable en héroe mal comprendido.
Estos recursos pueden funcionar a corto plazo, pero a la larga, erosionan la credibilidad, el estado de derecho y la cohesión social. Lo que comienza como una defensa hábil termina siendo una traición a los valores que sostienen la convivencia democrática.
Defender no siempre es proteger
En ocasiones, defender a alguien o algo significa reconocer sus errores, asumir responsabilidades y trabajar por la reparación. Defender no debe entenderse como encubrimiento, ni como obediencia ciega. Hay defensas que destruyen, y hay verdades que, aunque duelan, liberan.
Quienes se empeñan en justificar lo injustificable, terminan atrapados en contradicciones, perdiendo el respeto ajeno y hasta la propia paz interior, porque no hay argumento que valga cuando se está del lado equivocado de la historia.
La defensa más valiente
En una época donde abunda la simulación, la defensa más valiente no es la del acto reprobable, sino la del principio que se violó. La justicia, la verdad, la dignidad y la honestidad necesitan defensores genuinos, no abogados del cinismo.
Defender lo indefendible no es valentía, es claudicación moral.
El verdadero coraje está en reconocer el error, corregir el rumbo y defender lo que es justo, aunque no sea popular.