
Gerardo-Luna-Tumoine-2024-Opinion
En el corazón del funcionamiento humano hay una dimensión muchas veces olvidada: la espiritualidad. No como práctica religiosa solamente, sino como el arte de vivir con sentido, con conciencia y con profundidad.
Nuestra mente puede ser, en efecto, nuestro más leal amigo o nuestro más implacable enemigo. Todo depende de cómo la cultivemos, de qué semillas dejamos crecer en su interior y de cómo la orientamos frente a las situaciones que vivimos. El verdadero campo de batalla del ser humano no está fuera, en las calles o en los tribunales, sino en lo más íntimo de su conciencia.
En el corazón del funcionamiento humano hay una dimensión muchas veces olvidada: la espiritualidad. No como práctica religiosa solamente, sino como el arte de vivir con sentido, con conciencia y con profundidad. Es en esa dimensión donde se juega el destino de nuestra paz interior.
Nuestros verdaderos enemigos no son personas ni sistemas; son las emociones negativas que surgen dentro de nosotros: la ira, el odio, la codicia, la obsesión, la envidia, los celos, la antipatía, la vanidad… Cada una de ellas es un veneno que va carcomiendo nuestra serenidad, nuestra lucidez y nuestra capacidad de amar.
Aquellos que viven atrapados por estas emociones no necesitan nuestro juicio, sino nuestra compasión. No es fácil estar encadenado al resentimiento o al miedo; no es fácil vivir a merced de pensamientos turbios, que alimentan el sufrimiento propio y ajeno.
Para liberarnos de esa prisión emocional es necesario comenzar por una tarea sencilla en apariencia, pero profunda: observarnos, discernir y actuar con conciencia.
El discernimiento es la capacidad de un individuo para juzgar sus propias acciones y motivos, determinando si son correctos o incorrectos según sus principios éticos. Es un arte interior que nos ayuda a poner luz donde antes había sombras, a tomar distancia de nuestras reacciones automáticas, y a optar por lo justo, lo verdadero y lo bueno.
Pero este proceso requiere una conciencia bien formada. Y no todas las conciencias lo están. Hay conciencia verdadera, que juzga con rectitud; conciencia errónea, que por ignorancia o deformación juzga mal; conciencia laxa, que todo lo permite; conciencia escrupulosa, que todo lo condena; conciencia confusa, que no distingue con claridad; y conciencia culposa, que vive anclada en la culpa más que en la responsabilidad.
De ahí la importancia de alimentar nuestra conciencia con valores sólidos, con experiencias profundas, con la escucha interior y con el ejemplo de vidas auténticas. Solo una conciencia bien formada puede sostener un discernimiento que no solo evalúe lo que hacemos, sino que nos confronte con por qué lo hacemos.
El camino de la espiritualidad, entonces, se vuelve urgente. No como evasión, sino como transformación.
No como consuelo superficial, sino como revolución interior. Solo así podremos pasar de una mente agitada a una mente serena; de un corazón herido a un corazón compasivo.
En tiempos donde las tensiones parecen multiplicarse, donde las palabras dividen y los egos se inflaman, recordar que el enemigo no siempre está afuera, sino dentro de nosotros mismos, puede ser el primer paso hacia un cambio verdadero. Discernir no es juzgar a los demás: es aprender a elegir, desde dentro, el camino que nos libera del sufrimiento y nos acerca a lo esencial.
Y si este camino exige esfuerzo, que así sea. Porque nada que valga la pena se logra sin voluntad ni constancia. Cultivar una conciencia lúcida y un discernimiento firme no es tarea de un día, sino de toda la vida. Pero en ese esfuerzo está la clave de nuestra libertad interior, de nuestra paz y de la posibilidad de construir una humanidad más despierta, más compasiva y más auténtica.