
Gerardo-Luna-Tumoine-2024-Opinion
Cuando nos enfocamos únicamente en los valores materiales, queda poco espacio para el interés por los demás o para el respeto mutuo.
Vivimos en un mundo donde, para muchas personas, el único valor tangible parece ser el dinero, o lo material. Y, ciertamente, el dinero tiene su lugar: facilita la vida, abre puertas, permite proyectos y asegura lo necesario para vivir con dignidad. Pero cuando se convierte en el centro absoluto de nuestra existencia, algo profundo comienza a perderse.
Cuando nos enfocamos únicamente en los valores materiales, queda poco espacio para el interés por los demás o para el respeto mutuo. El afán desmedido por acumular termina erosionando vínculos, desgastando amistades, fracturando familias y reduciendo la vida a una competencia sin fin.
Lo paradójico es que aquello que realmente nos da plenitud no tiene precio: la paz interior, la confianza de un amigo, la sonrisa de un hijo, el abrazo que consuela. Todo eso, que no se puede comprar ni vender, es lo que sostiene la vida cuando más frágiles nos sentimos.
Una reflexión, de mi querido amigo el Dalai Lama, golpea como un espejo incómodo: “Las personas sacrifican su salud para ganar dinero, y luego sacrifican su dinero para recuperar su salud. Viven ansiosas por el futuro y, por lo tanto, no disfrutan del presente. Así, no viven ni en el presente ni en el futuro, sino que viven como si nunca fueran a morir y, finalmente, mueren como si nunca hubieran vivido.”
¿Cuánta verdad en estas palabras? Pasamos los mejores años corriendo tras metas económicas, cargos o reconocimientos políticos, sin darnos cuenta de que, en esa carrera, hipotecamos lo más valioso: nuestra salud, nuestra tranquilidad y la cercanía de quienes amamos. En el servicio público y la vida de los partidos, es fácil perderse entre ambiciones y apariencias, olvidando que el verdadero valor se encuentra en servir con honestidad, en dejar huella en la vida de los demás y en cultivar relaciones auténticas. Al final, cuando el tiempo nos alcanza, comprendemos que ni la riqueza ni el poder pueden devolver lo que se pierde en la prisa: solo queda la satisfacción de haber entregado la vida con sentido y coherencia.
El reto está en aprender a vivir de otro modo. El dinero puede servir para construir un puente, pero solo la compasión lo convierte en camino de encuentro. El dinero puede dar un techo, pero solo el amor lo transforma en hogar. El dinero puede comprar prestigio, pero solo la bondad lo convierte en servicio.
Necesitamos —más que nunca— volver a colocar en el centro valores que no caducan con la bolsa ni se devalúan con el mercado: la empatía, el respeto, la solidaridad, la capacidad de asombro y el cuidado de la salud, propia y ajena. Porque, al final, la historia no recordará cuánto acumulamos, sino cuánto supimos compartir.
Hoy la invitación es clara: no vivamos como si nunca fuéramos a morir, ni muramos como si nunca hubiéramos vivido. Que nuestra vida no sea solo un registro de ganancias, sino un testimonio de generosidad, de compasión y de amor que dé sentido a cada día.
En el fondo, lo que se nos pide no es renunciar al dinero ni a lo material, sino darles su justo lugar. Lo verdaderamente urgente es rescatar la capacidad de vivir el presente con plenitud, de agradecer lo que ya tenemos, de abrazar más y competir menos. Que el tiempo que nos quede —mucho o poco— no se nos escurra entre las manos en ansiedades estériles, sino que se transforme en obras concretas de amor, servicio y cuidado hacia los demás y hacia nosotros mismos. Ese es el verdadero patrimonio que podemos dejar: no cuentas bancarias más llenas, sino corazones más plenos. Y ese legado no envejece ni se pierde, porque permanece vivo en cada persona a la que le regalamos un poco de nuestra vida.