
Gerardo-Luna-Tumoine-2024-Opinion
El paso del tiempo es inevitable y comienza desde el primer aliento. Reconocerlo puede inspirarnos a vivir con más conciencia, a valorar cada etapa de la existencia.
Gabriel García Márquez nos enseñó, en varias de sus novelas y entrevistas, que la vida no solo se narra en recuerdos y pasiones, sino también en olores que se convierten en presagios. Entre sus páginas late esa intuición de que, cuando el cuerpo empieza a despedir un aroma agrio, casi de “humano fermentado”, se abre la antesala de la muerte: un aviso que no viene de la mente, sino de los sentidos.
Ese instante nos desnuda ante nuestra fragilidad: ya no somos dueños del tiempo ni del cuerpo; quedamos a merced de lo inevitable. El olor del final es también un recordatorio: la vida es un préstamo, y tarde o temprano debemos devolverlo.
Pero la literatura no es la única que lo sabe. La sabiduría popular lo dice con otra fuerza: mi suegra solía repetir que ”las manchas de sol en el dorso de las manos, son flores de panteón”. Una imagen dura y bella al mismo tiempo, que nos recuerda que los signos de la muerte también florecen en la piel, como si la vida misma nos anunciara, con suavidad y poesía, que el viaje de regreso está por comenzar.
Cuando el olor de la vejez se acerca, apenas nos damos cuenta. En realidad comienza al nacer. Ella nos alcanza suavemente, y aunque la vejez no siempre es amable, su llegada gradual la hace soportable.
El paso del tiempo es inevitable y comienza desde el primer aliento. Reconocerlo puede inspirarnos a vivir con más conciencia, a valorar cada etapa de la existencia, sabiendo que el envejecimiento no es una pérdida, sino una expresión natural del ciclo vital. El tiempo, al fin, es inexorable.
Quizá lo importante no sea temer al olor ni a las manchas, sino reconocerlos como parte del ciclo natural, como señales que nos invitan a vivir con más hondura lo que nos queda.
Porque así como en la juventud el cuerpo exhala aromas de fuego y promesa —emanaciones sutiles que despiertan la química del amor y el impulso vital—, en la madurez el cuerpo también habla, pero con otro lenguaje. Ya no convoca al encuentro, sino al sosiego; ya no seduce, sino que se despide.
El mismo cuerpo que un día encendió pasiones, ahora anuncia el retorno. En los primeros años, el olor nos llama a la vida; en los últimos, nos prepara para dejarla. Son mensajes distintos de una misma verdad: que todo lo vivo está destinado a transformarse.
Y es que la experiencia del tiempo vivido nos enseña que, en los momentos difíciles, uno puede aprender a desarrollar la fuerza interior, la determinación y el coraje necesarios para enfrentar los problemas… incluso para morir apaciblemente. Porque solo quien ha aprendido a vivir con hondura, aprende también a despedirse con serenidad.
Por eso tenía razón García Márquez: “el cuerpo huele a vida cuando ama, y huele a perpetuidad cuando está por partir.”
Al final, el olor de lo humano fermentado no es un signo de derrota, sino el eco final de lo que alguna vez ardió. Es el perfume de la trascendencia: la forma en que la materia anuncia su rendición ante el espíritu.