Gerardo-Luna-Tumoine-2024-Opinion
La imagen del ataúd como una “puerta definitiva” simboliza el límite irrevocable de nuestra existencia terrenal.
Esta paradoja, “La única puerta que se cierra y no se vuelve abrir es la del ataúd”, encierra una poderosa invitación a valorar el presente y encontrar significado en cada instante. Nos recuerda que, mientras estemos vivos, cada día trae consigo la oportunidad de aprender, amar, servir y disfrutar. En la vida, la muerte no es un fin temido, sino una maestra silenciosa que nos enseña a valorar cada instante como único e irrepetible.
La imagen del ataúd como una “puerta definitiva” simboliza el límite irrevocable de nuestra existencia terrenal. Es un recordatorio de nuestra mortalidad, pero también de nuestra capacidad infinita de aprovechar el tiempo que nos ha sido dado. Cada segundo antes de ese límite es una puerta abierta hacia decisiones, experiencias y posibilidades, de ordenar lo que se tenga que hacer. Implica vivir con plenitud, en coherencia con nuestros valores, cultivando relaciones significativas, ayudando a otros y encontrando alegría incluso en las pequeñas cosas. Es, en esencia, un acto de gratitud hacia la vida misma.
Cuando somos conscientes de que la única puerta que realmente se cerrará algún día es la última, aprendemos a no posponer la felicidad ni la generosidad. Reconocemos que cada mañana es un regalo y que nuestra tarea es vivir de tal manera que, cuando llegue el momento de cruzar esa última puerta, podamos hacerlo con la tranquilidad de haber vivido plenamente y de haber dejado un impacto positivo en quienes nos rodearon.
Somos seres transitorios en un universo en constante cambio, cada momento, cada experiencia, cada relación está marcada por el paso del tiempo, que nunca se detiene ni retrocede. Esta impermanencia puede parecer una carga, un recordatorio de nuestra fragilidad; pero, en realidad, es el núcleo mismo de lo que da valor y sentido a la vida. Cuando aceptamos que nada es eterno, aprendemos a dejar de aferrarnos al pasado o a temer al futuro. Comprendemos que todo lo que vivimos, desde el amor más profundo hasta las pérdidas más dolorosas, forma parte de una danza efímera que debemos abrazar con gratitud. Cada instante tiene una belleza única precisamente porque no se repetirá, practiquemos el desapego.
Disfrutar la vida no es ignorar la realidad de la muerte o la impermanencia, sino vivir con la conciencia de que cada día, cada oportunidad, es un regalo pasajero. En esa conciencia encontramos la fuerza para servir, para amar incondicionalmente, para cultivar amistad y alegría sin esperar nada a cambio. La impermanencia nos recuerda que no hay tiempo que perder en rencores, temores o vacilaciones. Si algo nos duele, también pasará. Si algo nos llena de felicidad, debemos atesorarlo mientras dure. Al final, lo único que podemos llevarnos es el eco de las sonrisas compartidas, los actos de bondad que dimos y las huellas que dejamos en quienes tocamos.
Así, cuando llegue el día de enfrentar esa última puerta lo podremos hacer con apacibilidad, sabiendo que vivimos plenamente, conscientes de nuestra impermanencia, y que aprovechamos cada instante como si fuera el único.
Vive plenamente. Ama incondicionalmente. Sirve con gratitud. Porque la vida, en su fugacidad, es el regalo más grande que jamás recibiremos, ya que la muerte es como el cambio de ropa vieja.