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Gerardo Luna Tumoine

Lo que no puedes ver en tu casa… lo has de tener

Lo que no puedes ver en tu casa… lo has de tener

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La expresión suele usarse cuando alguien, sin quererlo, termina viviendo, tolerando o incluso reproduciendo aquello que más criticaba o evitaba.

Gerardo Luna Tumoine
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22 de julio 2025

Hay refranes que, aunque nacieron en los patios polvorientos de las abuelas o entre el humo del fogón en la cocina familiar, contienen una verdad tan profunda como cualquier tratado filosófico. Uno de ellos dice: “Lo que no puedes ver en tu casa, lo has de tener.” Es una sentencia que retrata el desencanto, pero también el desafío de las relaciones humanas. Una frase que, más de una vez, hemos escuchado, nos han dicho o incluso hemos recitado.

La expresión suele usarse cuando alguien, sin quererlo, termina viviendo, tolerando o incluso reproduciendo aquello que más criticaba o evitaba. Es una ironía de la vida: quien huye del desorden, acaba con alguien caótico; quien despreciaba el autoritarismo, se ve enredado en jerarquías más sutiles pero igual de duras; quien creció en una casa sin afecto, a menudo batalla para construirlo en la propia.

Desde una mirada ética y humanista, este refrán nos invita a una reflexión necesaria: el hogar —ese primer espacio de vínculo, cuidado y aprendizaje— marca de manera profunda nuestra percepción del mundo y de los otros. Pero no es una condena. No es el destino escrito en piedra. Es una llamada a la conciencia. Porque aunque hay cosas que no vimos o no aprendimos en casa —el diálogo, el respeto mutuo, el abrazo oportuno— siempre podemos cultivarlas en nosotros mismos y ofrecerlas a los que amamos.

El realismo en las relaciones humanas parte de reconocer que nadie llega completo a la vida del otro. Todos venimos con alguna ausencia, con alguna herida, con algún vacío que no nos supieron o no nos pudieron llenar. Lo importante es qué hacemos con eso: si lo replicamos, si lo negamos o si lo transformamos.

Este refrán, bien entendido, no es solo un lamento ni un juicio moral. Es una oportunidad. Porque si no viste amor en tu casa, tienes el privilegio de construirlo. Si no viste justicia, puedes ejercerla. Si no viste escucha, puedes ofrecerla. Y si lo que te tocó ver fue violencia, indiferencia o manipulación, puedes —con esfuerzo y convicción— poner fin a esa cadena.

Además, no todo está en nuestras manos. Hay situaciones que no se pueden cambiar, relaciones que no pueden reconstruirse y contextos que no obedecen a nuestra voluntad. En esos casos, vale más la sabiduría que la queja. Como dice la enseñanza budista: “Si un problema tiene solución, ocúpate; si no la tiene, ni te preocupes.” A veces, el verdadero acto de madurez es aceptar, respetar y adaptarse. No desde la resignación pasiva, sino desde la lucidez de quien sabe que la paz interior es más valiosa que cualquier control externo.

Las relaciones humanas, en especial las más íntimas, son el terreno donde se libra esta batalla silenciosa entre la herencia y la libertad. Lo que no vimos en casa, sí… a veces lo tenemos. Pero también podemos decidir cómo lo enfrentamos, cómo lo resignificamos y qué dejamos como herencia a los que vienen detrás.

No se trata de vivir decepcionados, sino de vivir despiertos. No somos solo hijos de nuestras circunstancias. También somos constructores de nuestro presente y sembradores del futuro.

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