

Gerardo-Luna-Tumoine-2024-Opinion
Hay quienes dicen que los muertos regresan para visitarnos; yo prefiero pensar que somos nosotros quienes, por un instante, logramos cruzar con nuestro pensamiento su presencia.
El muerto quiere camote… Así empieza una de esas coplas que, entre broma y verdad, nos recuerdan que la muerte, en México, nunca ha sido un tema sombrío. Aquí los muertos no asustan: se esperan, se honran, se celebran. Octubre se despide con olor a cempasúchil, a pan recién horneado y a incienso que sube lento, como si el alma también respirara.
Conversar con los que ya no están no requiere palabras, sino silencio. Basta con encender una vela y dejar que la memoria hable. Hay quienes dicen que los muertos regresan para visitarnos; yo prefiero pensar que somos nosotros quienes, por un instante, logramos cruzar con nuestro pensamiento su presencia.
Y cuando el viento mueva los pétalos del altar, cuando la vela parpadee como si respondiera, entenderemos que la conversación continúa. Que los ausentes nunca se van del todo: viven en el eco de nuestras palabras, en las historias que contamos y en los gestos que heredamos sin saberlo.
El Día de Muertos no es solo una tradición: es una conversación amorosa con quienes nos dieron la vida, nos formaron o nos acompañaron un tramo del camino. Es el reencuentro con sus voces, con su risa, con los gestos que seguimos repitiendo sin darnos cuenta. En cada altar hay una historia encendida: una fotografía que detiene el tiempo, un platillo favorito, un vaso de agua que espera su regreso.
Honrar a los muertos no es mirar al pasado, sino reconocer que seguimos vivos gracias a ellos. Que en cada palabra, en cada decisión o costumbre heredada, hay una huella suya.
El Dalai Lama suele decir que “pensar en la muerte cada día es una manera de aprender a vivir mejor.” Quizá por eso el pueblo mexicano ha sabido hacer de la muerte una celebración y no un espanto. En lugar de ocultarla, la viste de flores, la adorna con pan y la invita a cenar. En ese gesto hay una sabiduría profunda: aceptar que nada termina del todo, que el amor no muere, solo cambia de forma.
Cuando encendemos una vela o colocamos una fotografía en el altar, no evocamos la ausencia, sino la presencia transformada. Conversar con los que ya no están es, en el fondo, una manera de seguir aprendiendo de ellos, de agradecer lo vivido y de prepararnos —con serenidad— para nuestro propio viaje, ese que solo teme quien no ha aprendido a amar.
Porque la muerte no es algo que deba temerse, sino comprenderse. Forma parte de la vida; aceptarla nos ayuda a vivir mejor. Tememos morir porque nos aferramos demasiado a las cosas materiales o a una idea rígida del yo. Cuando entendemos que todo cambia y que nada es permanente, la muerte deja de ser enemiga y se convierte en maestra.
La manera en que morimos depende de cómo vivimos. Si cultivamos la compasión y la paz interior, la muerte será también un acto de paz. Morir, en realidad, no es un instante, sino un proceso de conciencia. Lo que pensemos en el momento final reflejará cómo hemos vivido.
Aunque el cuerpo muera, la mente sutil continúa. La conciencia no tiene principio ni fin. Más allá de la forma, la esencia del ser persiste: no necesariamente como reencarnación, sino como energía o conciencia que se transforma.
Conversar con los que ya no están no es nostalgia: es gratitud. En ese diálogo silencioso comprendemos que la memoria también es una forma de amor, y que el amor —como la llama de una vela— nunca se apaga del todo.
Mi afecto y cariño para quienes estos días recuerdan a sus familiares que ya los precedieron. Que la luz de su memoria siga iluminando sus caminos y que cada altar, cada flor y cada pensamiento sean también una forma de decirles: gracias por haber existido y seguir estando en nosotros.