

Gerardo-Luna-Tumoine-2024-Opinion
Vivir de verdad no es sencillo. Exige autenticidad, compromiso y una cierta valentía para sentir a fondo.
Hay quienes caminan por la vida procurando no sentir demasiado, no arriesgar la comodidad, no exponerse a las emociones hondas. Prefieren la superficie, donde nada duele… pero tampoco nada deja huella.
Yo, en cambio, prefiero vivir de verdad. Comer de verdad, beber de verdad, viajar de verdad, compartir con amigos de verdad, y amar de verdad. Porque cuando pones tanto en todas esas cosas, lo más normal es que salgas lleno de cicatrices emocionales y físicas que nos recuerdan; “No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”.
Pero esas marcas no son heridas: son los sellos de la vida vivida con intensidad, los rastros de una existencia que no se conformó con pasar inadvertida. Son la firma de quien apostó por la autenticidad, aun cuando el mundo le pedía tibieza.
Vivir de verdad no es sencillo. Exige autenticidad, compromiso y una cierta valentía para sentir a fondo. Supone aceptar que el amor, la amistad, la confianza y el compromiso no son cosas que se ensayan: se viven. Y en ese vivir pleno también se tropieza, se pierde, se aprende y se vuelve a empezar.
En tiempos donde todo parece instantáneo y desechable —los afectos, las ideas, las promesas—, vivir de verdad es casi un acto de resistencia. Es apostar por la profundidad en lugar de la apariencia, por la entrega en lugar del cálculo, por la sinceridad en lugar del artificio.
Porque hay una diferencia enorme entre existir y vivir. Existir es pasar; vivir de verdad es dejar un eco, un aroma, un recuerdo, una historia. Es mirar atrás y reconocer que, aunque hubo caídas, se caminó con sentido.
Joaquín Sabina, con su irreverente ternura, escribió una vez: “Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”. Y tal vez tenga razón, porque la vida no se repite. Pero sí puede renovarse, si uno sigue dispuesto a sentir, a perdonar, a brindar, a volver a empezar con la misma intensidad de la primera vez.
Quizá por eso sus canciones duelen y sanan al mismo tiempo; porque están hechas de verdad. De esa verdad que a veces se esconde tras un verso, un abrazo o una despedida, pero que siempre nos recuerda que vale la pena vivir sin disfraces, sin máscaras.
No hay plenitud sin entrega. No hay amor sin riesgo. No hay vida sin cicatrices. Y al final, cuando miremos atrás, lo que más agradeceremos no será haber salido ilesos, sino haber vivido con el corazón entero, sin reservas y sin miedo… de verdad.
Porque vivir de verdad, es la forma más alta de agradecerle a la vida el don de existir.
Los invito a que vean su vida como misión, servicio y vínculo. Lo que fuiste —el amor que diste, la amistad que sembraste, la coherencia que viviste— no muere. Se integra.
Y si algo es cierto, es esto: nada de lo vivido se pierde, nada del amor se borra, nada de la memoria se extingue, nada del afecto se diluye.
Porque al final —queridos lectores— la pregunta no es si hemos sufrido, si fallamos o si nos rompimos. La pregunta real es: ¿nos atrevimos a vivir?
Que cada cicatriz nos recuerde que fuimos valientes. Que cada pérdida nos enseñe que todavía sabemos amar. Que cada nuevo amanecer nos invite a vivir de verdad, sin miedo a la intensidad, sin temor a la entrega.