
Gerardo-Luna-Tumoine-2024-Opinion
Cada mandala tiene un propósito: puede ser de compasión, de sanación, de purificación o de protección.
En el silencio de los templos tibetanos, los monjes se sientan alrededor de una mesa baja. Con paciencia infinita, dejan caer grano tras grano de arena de colores, hasta formar un mandala perfecto: un universo ordenado, armónico y lleno de símbolos. Días enteros de dedicación y concentración se traducen en una obra de arte sagrada.
Cada mandala tiene un propósito: puede ser de compasión, de sanación, de purificación o de protección. No es solo un dibujo hermoso: en él se depositan enseñanzas profundas sobre la mente y el cosmos. Mientras lo crean, los monjes meditan y recitan mantras, de modo que la energía espiritual se impregna en la obra. Y es que nadie puede ignorar la compasión y el afecto, porque son las virtudes que sostienen la vida. Una mente enriquecida con amor y compasión es el mayor tesoro del ser humano.
Pero lo más impactante no es su creación, sino su final. Una vez terminado, los monjes lo destruyen. Lo barren sin titubeos, recogen la arena en un cuenco y la entregan al río, para que la corriente la lleve lejos como bendición compartida con el mundo.
A nuestros ojos occidentales esto puede parecer un desperdicio. ¿Cómo destruir una obra bellísima, fruto de tanto esfuerzo y devoción? Comparado a una obra de Felguerez o Coronel. Sin embargo, ese gesto encierra una de las mayores lecciones: la impermanencia. Nada dura para siempre, ni la belleza, ni el dolor, ni siquiera nosotros mismos. Aferrarnos a lo que ya pasó, o a lo que no podemos controlar, solo genera sufrimiento. El mandala enseña que la verdadera sabiduría está en construir con amor, vivir con intensidad… y luego dejar ir.
¿Cuántos mandalas hemos levantado en nuestra vida? Un proyecto en el que dimos lo mejor, una relación que nos marcó, un sueño que parecía eterno. Y, sin embargo, cuántas veces nos resistimos a aceptar que llegó el momento de soltar. Nos aferramos a traumas, complejos, culpas o fijaciones, como si al sostenerlos aseguráramos nuestra identidad. Pero la vida nos pide otra cosa: abrir las manos, dejar ir y hacer espacio para lo nuevo.
La destrucción del mandala no es pérdida, es transformación. Esa arena que se dispersa toca otras aguas, fecunda otros destinos. Así también nuestras experiencias, cuando logramos soltarlas, se convierten en fuerza, en aprendizaje y en legado para los demás.
El desafío es aprender a vivir como los monjes: con dedicación en cada grano que colocamos, sabiendo que al final la vida nos pedirá soltar. Porque no somos dueños de nada: solo administradores del tiempo, del amor y de las huellas que dejamos en los otros.
El mandala de arena nos invita a mirar la vida con otros ojos:
La grandeza de nuestra existencia no está en lo que acumulamos ni en lo que retenemos, sino en lo que amamos, servimos y dejamos sembrado en el corazón de otros. Como la arena del mandala, lo que entregamos con amor nunca desaparece: sigue fluyendo, transformándose, multiplicándose.
La enseñanza más hermosa es ésta: no temas soltar. Los traumas, las heridas y los complejos del pasado no definen quién eres hoy. Déjalos ir, entrégalos a la corriente del río de la vida, y verás cómo se transforman en libertad. Porque al final, quienes aprenden a soltar son los que realmente se atreven a vivir.
Haz de tu vida un mandala sagrado: crea con amor, comparte con bondad, suelta con confianza. Porque lo que se entrega con amor jamás se pierde; se convierte en semilla de felicidad, de paz y de servicio.
Ese es, en verdad, el mandala de nuestra existencia. El que tenga miedo a morir, que no nazca.