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Gerardo Luna Tumoine

¿Tú sabes por qué tanta gente en México llega tarde, o no llega?

¿Tú sabes por qué tanta gente en México llega tarde, o no llega?

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En nuestra vida cotidiana, el tiempo suele tener una flexibilidad que, a primera vista, parece amable.

Gerardo Luna Tumoine
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2 de septiembre 2025

No se trata solo de un mal hábito ni de una descortesía aprendida. Llegar tarde es, en gran medida, un reflejo de nuestra cultura, de nuestras carencias estructurales y de una manera peculiar de concebir el tiempo. En México, la impuntualidad no nace únicamente de la falta de respeto al otro, sino también de factores más hondos: la deficiencia en el transporte público, las distancias interminables, el caos vial que convierte minutos en horas, y un sistema social donde el tiempo del ciudadano parece valer menos que el de la burocracia o la improvisación.

En nuestra vida cotidiana, el tiempo suele tener una flexibilidad que, a primera vista, parece amable. Decimos “ahorita” para cubrir un rango de minutos u horas, y muchas veces la convivencia, lo afectivo y lo inmediato pesan más que la exactitud. En esta dinámica, llegar tarde no siempre se interpreta como una ofensa, sino como un rasgo tolerado de cercanía. Sin embargo, esta costumbre, cuando se convierte en norma, termina debilitando la confianza y normalizando la irresponsabilidad. Quizás valdría la pena preguntarnos si no sería posible rescatar lo mejor de esa flexibilidad —la calidez, la atención a la persona— pero sin perder el valor del compromiso cumplido.

No siempre es la voluntad la que falla. México es un país donde desplazarse de un punto a otro puede convertirse en una odisea: sistemas de transporte ineficientes, calles colapsadas, inseguridad que obliga a tomar rutas alternas y distancias que parecen interminables. Todo esto alimenta un círculo de retrasos inevitables que afectan a millones de personas cada día. En ese sentido, la impuntualidad no es solo un tema individual, sino también un desafío colectivo que exige mejores políticas públicas. Valorar el tiempo del ciudadano debería ser una prioridad en cualquier proyecto de desarrollo.

Llegar tarde significa, en el fondo, robar tiempo al otro. Y el tiempo es la única riqueza que no puede guardarse, multiplicarse ni devolverse. Nadie tiene derecho a apropiarse de la vida ajena con la excusa de unos minutos. La impuntualidad erosiona la confianza en las relaciones laborales, en los proyectos colectivos e incluso en los vínculos personales. Una cita incumplida no es solo un retraso: es una herida en la palabra dada y en la seriedad del compromiso.

El tiempo es el recurso más frágil y precioso que poseemos. Cada minuto es irrepetible. Cuando respetamos la hora acordada, estamos reconociendo la dignidad de la vida del otro y el valor de nuestra propia existencia. Puntualidad no es rigidez: es gratitud. Es un modo de honrar lo que no tiene precio. De alguna manera, al respetar el tiempo estamos diciendo “te respeto a ti, respeto tu vida, y respeto la mía”.

El día que entendamos que el tiempo no se recupera, que cada cita incumplida es una pequeña traición a la confianza, ese día la puntualidad dejará de ser un lujo o una excepción, para convertirse en un gesto sencillo de civilidad. Y el cambio puede comenzar en lo pequeño: iniciar reuniones a la hora pactada, enseñar a los niños que cumplir con el horario es cumplir con la palabra, y atrevernos a no justificar la demora con frases que disfrazan la falta de responsabilidad.

No se trata de imitar modelos ajenos ni de convertirnos en esclavos del reloj; se trata de comprender que respetar el tiempo es, en el fondo, un acto de justicia, de orden social y de genuino amor humano. La puntualidad no es un simple formalismo: es la manera más concreta y humilde de decirle al otro “tu vida me importa”.

Quien desee transformar su vida debe empezar por lo más sencillo y lo más profundo a la vez: llegar a tiempo. Porque si no eres capaz de gobernar tu propia agenda, difícilmente podrás gobernar tu propia existencia. Llegar tarde no es un problema del reloj: es una renuncia al compromiso, una señal de mediocridad y, sobre todo, una actitud que erosiona la confianza y el respeto mutuo.

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