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El Día de Todos los Santos

El Día de Todos los Santos

Antonio Sánchez González.

La memoria, bajo cada gobierno de cada rincón de la nación, se ha convertido en una política de sustitución. Reemplaza la visión, disfraza la inacción.

Antonio Sánchez
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7 de noviembre 2025

Hay, en esta temporada de cempasúchil, algo extrañamente en línea con el espíritu de los tiempos. Todo el país parece marchar al paso fúnebre de sus líderes. El “Día de Muertos” ya no es solo una fecha en el calendario, sino una metáfora nacional: México vive al ritmo de homenajes, conmemoraciones y entierros simbólicos. Recogemos más de lo que construimos, lloramos más de lo que esperamos. Nuestros líderes políticos, si no reviven la vida, son los organizadores del duelo. Convocan a los muertos al rescate de su impotencia, transformando la memoria en una pantalla, la tragedia en un escenario, la finitud en un programa. La muerte se ha convertido en el último lenguaje de un poder que se ha agotado; un poder que conmemora, legisla y desfila alrededor del vacío, como si la nación no tuviera otro horizonte que su propio crepúsculo.

Cada gobierno en México hoy es el gobierno de las conmemoraciones. Si no construye, hace panteones. Al no actuar, hace florecer las tumbas. Al no desarrollar políticas sostenibles, erigió mausoleos simbólicos. Al dejar de poder inspirar, invoca. Con cada panteonización, con cada discurso grandilocuente, se esfuerza por injertarse en destinos que no son los suyos, por apropiarse de las virtudes de quienes han sido capaces de hacer historia, cuando se contenta con comentarla. Cuando dice que “México no es Piñata de Nadie” invoca a la idea de la Patria y la República para enmascarar la resignación, el coraje de ayer para encubrir la abulia de hoy. Al convertir la historia en un espejo narcisista, reduce a la nación a un museo de glorias muertas. Con cada crisis política, esta obsesión se convierte en una manía: impulsar este texto mortal a toda costa.

La memoria, bajo cada gobierno de cada rincón de la nación, se ha convertido en una política de sustitución. Reemplaza la visión, disfraza la inacción. México se contempla a sí mismo como en un espejo roto: fragmentado, congelado en la nostalgia, incapaz de proyectarse. Gobernar por conmemoración es administrar la melancolía nacional. Y cuando el culto al pasado ya no es suficiente, viene la tentación del pleito público, de la descalificación, del grito. En la escena internacional, México pronuncia discursos martillados con certezas. Como si la firmeza de las palabras pudiera redimir lo blandengue de las acciones. Su diplomacia suena como un tambor vacío: tanto más ruidoso cuanto que está desconectado de la realidad. Detrás de esta agitación vocal, se puede sentir una ansiedad: la de la insignificancia. Dado que la acción interior falla, queda la puesta en escena de la grandeza. Cuando México ya no inspira, debe amenazar.

Incluso la ley de hacienda de hace unos días lleva esta huella crepuscular. Todo allí respira el fin de un mundo: pensionistas en lugar de hijos, anualidad en lugar de creación, el presente contable en lugar del futuro carnal. La tasa de natalidad se derrumbó, pero el estado permaneció en silencio. La familia se está erosionando, pero la administración la está descuidando. Los jóvenes se están exiliando, pero los políticos se están acomodando. No es un proyecto de vida, es una gestión de la extinción suave. El país ya no se prepara para el futuro, administra la supervivencia. Así surge una extraña coherencia: en ausencia de producir vida -en el sentido fuerte del término, en el sentido de energía, coraje, creación- la política mexicana se ha convertido en el guardián del cementerio. Mantiene la memoria, codifica la muerte, la legaliza, la presupuesta. Es la política de las civilizaciones cansadas, de aquellos pueblos que, habiendo perdido la voluntad de vivir, transforman la muerte en un horizonte moral.

El Día de Todos los Santos, en el pasado, nos recordaba que la muerte no es el final, sino el pasaje. Llevaba una promesa de esperanza. Hoy, nos da la imagen de un país que ha perdido la esperanza, de una potencia en potencia que solo sabe enterrar. Si nuestros gobernantes realmente quieren rendir homenaje a los muertos, que comiencen por dar nueva vida a los vivos.

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