
Antonio Sánchez González.
Para nosotros, los occidentales de tradición cristiana, la separación de la política y la religión es evidente en gran medida.
Contrariamente a lo que muchos ateos imaginan, la idea del secularismo en el mundo occidental nos llega muy directamente del mensaje de Jesús. Como dejó claro (recuérdese el magnífico episodio de la “mujer adúltera”), el cristianismo es una religión del espíritu más que de la letra, de la interioridad y la conciencia más que de la observancia mecánica y literal de las reglas de vida modeladas por las costumbres y las tradiciones. ¿Estas últimas exigen la lapidación para la mujer adúltera?
Y qué importa si la ley del corazón y de la conciencia se opone a ella. En todas las circunstancias, primero hay que acudir a ese lugar de auto deliberación consigo mismo que se llama “conciencia”, entendiendo aquí la palabra en su sentido moral. Jesús no sólo da al César lo que es del César, sino que envía a los hombres de vuelta a sí mismos: el que nunca ha pecado que tire la primera piedra, y todos vuelvan a su casa con la cabeza inclinada. Como resultado, a diferencia de los otros grandes monoteísmos, el cristianismo no legisla la vida cotidiana.
El Evangelio de Marcos especifica de modo particularmente profundo esta ruptura con el judaísmo ortodoxo, al que Jesús se oponía en aquel momento, no por supuesto como “cristiano”, sino como rabí judío mismo: «No hay nada exterior al hombre que pueda contaminarlo entrando en él, sino lo que sale del hombre, esto es lo que lo hace impuro”.
Para nosotros, los occidentales de tradición cristiana, la separación de la política y la religión es evidente en gran medida. De ahí también, el origen de nuestra Declaración de los Derechos del Hombre, como había escrito Tocqueville en La Democracia en América: “En la idea cristiana todos los hombres nacen libres e iguales… Somos nosotros los que hemos difundido por todo el universo la noción de la igualdad de los hombres ante la ley, como el cristianismo había creado la idea de la igualdad de todos los hombres ante Dios”. Por último, fue la crítica de la idolatría del dinero lo que permite a muchos cristianos abrirse a la cuestión social. Recordemos lo que Jesús le dijo al joven rico cuando le preguntó qué bien “debe hacer para obtener la vida eterna”.
Pero el joven, que es muy rico, cuando escucha la respuesta se va muy triste, encontrando la poción demasiado difícil de tragar. Es entonces cuando Cristo se dirige a sus discípulos y les entrega este otro famoso mensaje: “Será más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos”. Desde entonces, muchas obras de teología o literatura inspiradas en este pasaje han desarrollado una crítica al dinero, una tradición que sería desarrollada por autores diversos en otros tantos momentos del último medio milenio.
Una explicación para este rechazo se puede encontrar en el catecismo oficial de la Iglesia Católica a través de una crítica al sistema capitalista que Marx podría haber firmado: “Una teoría que hace del beneficio la regla exclusiva y el fin último de la actividad económica es moralmente inaceptable”. Por supuesto, no es el dinero en sí mismo lo malo, sino este cambio por el cual se convierte en un fin más que en un medio que hace que los hombres pasen de una lógica del ser a una lógica del tener: ¿en qué grado de riqueza no compartida con los demás, especialmente con los más pobres, la acumulación de dinero deja de ser un medio para convertirse en un fin en sí mismo?
Esta es toda la cuestión y encontramos en ella la filosofía del amor, la del ágape, porque el reparto de las riquezas presupone este rostro de la caridad, mientras que su acumulación indefinida la excluye. Lo que la Iglesia y su clero han sido capaces de hacer con este mensaje en diversos momentos a lo largo de los siglos es una cosa, y otra es el hecho de que esté en el origen de nuestra civilización democrática.