

Primero joven seminarista siempre destacado, después sacerdote que publicaba poemas, después fundador de la entonces Facultad de Humanidades en la Universidad de Zacatecas.
Siempre he sostenido que el gran pecado que puede alguien cometer contra la comunidad es no ir al paso de la masa. Tan malo es quedarse al final como ser el puntero. Lo meritorio debe ser oculto en nombre de la cohesión. Por eso creo comprender un poco lo que pudo suceder con Veremundo Carillo, primero joven seminarista siempre destacado, después sacerdote que publicaba poemas, después fundador de la entonces Facultad de Humanidades en la Universidad de Zacatecas.
Entre la primera vez que escuché su nombre ―a mis 15 años― y la ocasión en que finalmente lo conocí, mediaron 48 meses. En el Seminario Conciliar de la Purísima, del municipio zacatecano Guadalupe, su nombre se decía entre susurros. Veremundo Carrillo era el cura maldito. “Siempre vivió desorientado; siempre buscaba algo más, otra cosa”, llegó a decirme con severidad uno de los viejos sacerdotes formadores.
Quienes, rodeados por esos largos muros, dentro de ese encierro voluntario, amábamos la poesía vivimos meses de prohibiciones, de censura, de “no vayas a leer sus versos. Es un renegado que abandonó el ministerio”. En alguna ocasión llegué a descubrir su libro “Máscaras de piel de hombre” ―portada amarilla, letras mayúsculas rojas, un brazo que se desolla para formar una cara casi teatral― en el librero de un sacerdote que mucho lo criticaba. Entonces comencé a comprender mejor eso de que en el fondo del rencor hay algo de impotente admiración.
Así, el poeta de Tepetongo, nacido en Achimec de Arriba, fue fuerte mito en el Seminario de Zacatecas. Lo fue sobre todo a finales de los años 80, cuando entre los paisanos se coló junto a una valla para entregar al entonces presidente de la república, quien andaba en gira por la tierra de cantera y plata, su petición escrita de fundar Humanidades.
Para muchos sacerdotes, esa institución lograda con esfuerzo por Veremundo terminó por ser calificada como “el refugio de los ex curas”, quizá porque el fundador fue auxiliado por ex seminaristas, ex sacerdotes y sacerdotes en funciones, como Jesús María Navarro, Lauro Arteaga, José María Palos, Benjamín Morquecho y Héctor David Cárdenas.
En efecto, a quienes nos veían un perfil intelectual, varios de los formadores llegaron a decirnos: “Si un día decides abandonar tu vocación sacerdotal, nomás no se te ocurra ir a dar al refugio de ex curas de Veremundo”.
Según sus críticos con sotana, el anticristo Veremundo había escrito versos demasiado mundanos, de los que no podía enorgullecerse un alma pía. De nada servía que el entonces joven talentoso hubiera resultado triunfador en los certámenes literarios dentro del seminario de Montezuma, en Nuevo México, Estados Unidos. De nada servía que fuera alabado por propios y extraños como la gloria poética de entre los futuros sacerdotes de esa época, y durante esos mismos años sus versos fueran publicados junto a textos de Vicente Leñero y Elena Poniatowska.