

La democratización debilitó los mecanismos de control político, y con ellos la red de contención que mantenía cierta paz territorial.
En México, mientras presidentes llegaron y se fueron y los planes de seguridad fracasaron, capos como Ismael “El Mayo” Zambada operaron durante más de 40 años. Su captura en julio de 2024, en el avión que lo llevó contra su voluntad a Estados Unidos, apenas confirma una excepción: otros como Nemesio Oseguera “El Mencho” o Isidro Meza “Chapo Isidro” siguen libres.
La impunidad de los narcos no se explica solo por fallas operativas o falta de voluntad política, sino por raíces históricas y estructurales: geografía, complicidad institucional y abandono territorial. Las detenciones exitosas — El Chapo Guzmán en 2014 y 2016, Beltrán Leyva en 2009, Treviño Morales en 2013— fueron operaciones quirúrgicas, no resultado de control del territorio. La mayoría de las capturas se debió al azar o a descuidos.
El problema se remonta a la fractura del pacto entre el narcotráfico y el régimen priista tras la caída de Félix Gallardo en 1989. La democratización debilitó los mecanismos de control político, y con ellos la red de contención que mantenía cierta paz territorial. La guerra de Felipe Calderón en 2006 terminó con lo que quedaba del equilibrio. Su militarización multiplicó los grupos criminales: de seis grandes cárteles se pasó a más de 150 grupos armados que hoy dominan regiones completas, diversificados en narcotráfico, extorsión, robo de combustibles, trata de personas y otros delitos.
La expansión criminal fue consecuencia del abandono estatal. En amplias zonas del país no hay caminos, teléfonos, ministerios públicos ni presencia militar. Las recientes lluvias en Veracruz, Hidalgo, Tabasco y Chiapas mostraron que el Estado no puede ni entregar agua a comunidades aisladas. Si no puede entrar después de una tormenta, menos podrá capturar a un capo atrincherado en esas sierras.
La raíz del vacío estatal se hunde en la historia: en el virreinato, la autoridad central delegó el control a caciques locales. El PRI institucionalizó esa práctica: pactó con jefes regionales, toleró ciertas actividades criminales y garantizó estabilidad política. Cuando el sistema se derrumbó en los 90, lo reemplazó la violencia.
Hoy detener a “El Mencho” no depende solo de inteligencia militar. Las regiones donde opera son inaccesibles y dominadas por redes criminales que combinan control social y poder económico. Pensar que una intervención extranjera resolvería lo que México no ha podido es una fantasía peligrosa.
Además, el crimen mexicano forma parte de una red global de tráfico químico y financiero con intermediarios chinos que lavan dinero y suministran precursores del fentanilo.
Hoy México necesita algo más que arrestos espectaculares. Primero, presencia permanente del Estado con infraestructura y servicios. Segundo, fiscalías autónomas, bien financiadas y protegidas. Tercero, inteligencia civil que conecte información financiera y territorial. Y cuarto, voluntad política sostenida para desmantelar las condiciones que crean capos.
El narco sobrevive gracias al silencio, al abandono y a la tierra sin ley. Mientras eso no cambie, siempre habrá un nuevo capo. Cinco siglos de vacíos explican por qué en México el poder cambia de manos, pero el Estado sigue sin llegar.
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