Todos quieren vivir muchos años, pero nadie quiere ser viejo

Esta paradoja encierra una verdad universal: anhelamos la longevidad, pero tememos lo que conlleva. La juventud deslumbra con su energía, mientras que la vejez se nos presenta como un espejo implacable del tiempo. Sin embargo, cada etapa de la vida deja enseñanzas que moldean nuestra esencia, forjando el carácter con las huellas del pasado.

La sociedad actual, obsesionada con la imagen, refuerza esta contradicción. Se exalta la juventud como sinónimo de éxito, belleza y plenitud, mientras que la vejez es relegada al olvido. Esto se refleja claramente en La Sustancia, la película protagonizada por Demi Moore, donde el personaje se aferra desesperadamente a una sustancia que le permite conservar su apariencia juvenil. Pero este deseo de eterna juventud tiene un costo, y poco a poco se desvela el miedo subyacente: el temor a ser irrelevante, a dejar de existir en un mundo que valora más la imagen que la esencia.

Sin embargo, la verdadera riqueza de la vida no está en detener el tiempo, sino en aceptarlo con sabiduría. De niños vivimos el asombro; en la juventud, la búsqueda; en la adultez, el desafío de construir; y en la vejez, la oportunidad de comprender. Cada etapa aporta algo único, y aferrarnos solo a una es negar la plenitud de la existencia.

La belleza física es efímera, pero la verdadera sustancia de una persona radica en lo aprendido, en lo vivido y en lo compartido. No hay que temerle a los años, sino a una vida vacía de significado. Envejecer es un privilegio que no todos alcanzan, y quienes lo logran deben asumirlo con dignidad, sabiendo que cada arruga es un testimonio de historias vividas y cada cana, una lección aprendida. Vivir mucho es un deseo; aprender a ser viejo con plenitud, una conquista.

Concluyo esta reflexión, que es parte de mi vida, con las palabras de Joaquín Sabina: “Pero sin prisas, que, a las misas de réquiem, nunca fui aficionado. Que el traje de madera, que estrenaré, no está siquiera plantado. Que el cura, que ha de darme la extremaunción, no es todavía monaguillo.”

Con su ingenio irreverente, Sabina nos recuerda que la vida no debe vivirse con la mirada puesta en el final. “Sin prisas”, dice, porque la muerte llega cuando tiene que llegar, sin necesidad de adelantarla con miedos ni angustias. Su metáfora del “traje de madera” –el ataúd aún no construido– y del cura que le dará la extrema unción todavía no es monaguillo nos invita a disfrutar el presente, sin obsesionarnos con el paso del tiempo ni con el destino inevitable que a todos nos espera.

Esta visión contrasta con la forma en que muchos se aferran a la juventud, temiendo la vejez como si fuera una condena en lugar de una evolución natural. En una sociedad que rinde culto a la apariencia, se olvida que cada etapa de la vida tiene su riqueza. No se trata de alargar los años a cualquier costo, sino de llenarlos de sentido.

Como en el drama de La Sustancia, donde el personaje de Demi Moore lucha desesperadamente por prolongar su juventud sin aceptar su transformación, muchos viven con la angustia de envejecer, sin darse cuenta de que la verdadera belleza radica en lo aprendido y en lo vivido. Pero Sabina nos sugiere otra mirada: vivir sin prisas, sin miedo al futuro, porque cada día tiene su propio valor, y la muerte, cuando llegue, encontrará a alguien que supo aprovechar su tiempo.

Así, la moraleja es clara: no se trata de contar los años, sino de hacer que los años cuenten. No hay que temerle a la vejez, sino a llegar a ella sin haber disfrutado la vida. Y, sobre todo, hay que recordar que mientras el árbol del “traje de madera” siga sin plantarse, aún hay historias por vivir, risas por compartir y sueños por cumplir.

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