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Gerardo Luna Tumoine

“Las formalidades te hacen preso”

“Las formalidades te hacen preso”

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Aquella frase cayó como una lámpara que ilumina la sombra de nuestras rutinas.

Gerardo Luna Tumoine
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16 de diciembre 2025

Hay frases que no se olvidan porque no sólo se escuchan: se viven. Una de ellas la pronunció el Dalai Lama durante su visita a Zacatecas en 2013, cuando tuve el privilegio de acompañarlo y compartir con él momentos de profunda cercanía humana. En uno de los eventos que organizamos —solemne, lleno de protocolos— un espectador le hizo una pregunta. Él respondió con esa mirada suya que suaviza, y con una sencillez que desarma, dijo:

“Las formalidades te hacen preso”.

Aquella frase cayó como una lámpara que ilumina la sombra de nuestras rutinas. ¿Cuántas veces nos escondemos detrás de la forma para no mostrar el fondo? ¿Cuántas veces cumplimos el rito sin permitirnos el encuentro? Las formalidades —esas que la sociedad exige para funcionar— no son malas en sí mismas; lo peligroso es cuando se vuelven rejas invisibles que nos impiden ser lo que somos, sentir lo que sentimos y actuar con autenticidad.

El Dalai Lama siempre ha defendido que la verdadera libertad nace de la mente y del corazón. No del protocolo, no del cargo, no del escenario, sino del gesto humano. Y aquel día en Zacatecas quedó claro: el mundo necesita menos solemnidad y más cercanía, menos pose y más presencia.

La formalidad encarcela cuando sustituye al espíritu. La humanidad libera cuando recupera la esencia.

Vivimos en una época donde parecer importa más que ser. Donde muchos prefieren la máscara al rostro real. Donde la cortesía se confunde con distancia, y la diplomacia con silencio. Sin embargo, la vida —breve, frágil y luminosa— sólo se abre de verdad cuando dejamos de vivir para complacer a todos y empezamos a vivir desde adentro, desde la verdad que sostiene.

Quizá por eso aquella frase sigue resonando, más de una década después: las formalidades te hacen preso cuando olvidas que naciste libre.

Y entonces surge la verdadera tarea: desmontar los barrotes que uno mismo se impone. Atreverse a hablar claro, a sentir hondo, a mirar a los ojos, a servir sin esperar reflectores, a vivir con autenticidad incluso cuando sea incómodo.

Si algo aprendí ese día es que la libertad no es un concepto espiritual: es una práctica cotidiana. Y comienza así, con un gesto sencillo, casi imperceptible: ser uno mismo.

En un mundo que exalta el agrado social y el cuidado de las apariencias, la autenticidad requiere más valor que nunca. Por eso, este encuentro con el Dalai Lama me dejó otra certeza: la vida premia al que se atreve. Al que rompe el molde, cuestiona el “deber ser” y elige el camino que nace de su verdad interior.

Porque al final, paga mejor la audacia que la prudencia.

La prudencia cuida la forma; la audacia cuida la mente.

La prudencia te acomoda en el mundo; la audacia te permite transformarlo.

Y aquí está el punto: no se trata de vivir sin reglas, sino de no vivir encadenado a ellas. Hay formalidades necesarias… y hay formalidades que sólo son miedo con buena etiqueta. Lo que dignifica no es el protocolo, sino la coherencia. Lo que abre puertas no es la pose, sino la verdad.

Ojalá que cada quien se haga, de vez en cuando, esta pregunta incómoda y liberadora:

¿Estoy cuidando mi esencia o sólo estoy cuidando mi imagen?

Porque cuando uno decide ser auténtico, libre y humano —sin máscaras ni formalidades opresoras— descubre algo esencial: que la vida se vuelve más plena, más ligera y más verdadera. Y que la coherencia, al final, es la forma más alta de respeto: respeto por uno mismo, por los demás y por la vida que se nos confió.

Tal vez la mayor cárcel no sea la que imponen los otros, sino la que uno construye para encajar. Barrotes invisibles hechos de expectativas, silencios y apariencias. Salir de ella exige algo más que rebeldía: exige coherencia.

Vivir con autenticidad no es un gesto espectacular; es un acto cotidiano. Es elegir la verdad cuando nadie aplaude, la cercanía cuando conviene la distancia, la humanidad cuando el protocolo invita a esconderse.

Y entonces ocurre lo esencial: la vida deja de ser un escenario y vuelve a ser camino.

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