

Gerardo-Luna-Tumoine-2024-Opinion
La vida nos concede un largo tramo para experimentar, equivocarnos, rectificar, enamorarnos y volver a intentar.
Hay noticias científicas que no sólo informan: sacuden.
Una de ellas llega desde la Universidad de Cambridge. La semana pasada presentaron una investigación en la que, tras estudiar los cerebros de más de cuatro mil personas, los científicos concluyen que la adolescencia no termina a los 18 ni a los 20… sino a los 32 años.
Sí: treinta y dos. Una cifra que, más que sorprender, invita a pensar. Según el estudio, el cerebro humano atraviesa cinco etapas: infancia, adolescencia, edad adulta, envejecimiento temprano y envejecimiento tardío. Cada una marcada por puntos de inflexión claros: 9, 32, 66 y 83 años. No somos los mismos en ninguno de esos umbrales, aunque conservemos el mismo nombre.
La ciencia lo explica con claridad: el cerebro se reconfigura continuamente, fortalece y debilita conexiones, busca nuevas rutas. Y, detrás de esa precisión técnica, aparece una verdad profunda: madurar no es un evento, es un viaje.
Pensar que la adolescencia dura hasta los 32 años puede inquietar, pero en realidad es una buena noticia. La vida nos concede un largo tramo para experimentar, equivocarnos, rectificar, enamorarnos y volver a intentar.
Es la etapa en la que uno elige las maderas de su carácter y afina el tono con el que quiere hablarle al mundo.
A los 32, el cerebro alcanza su mayor equilibrio. Como si dijera: “Ahora sí, vamos viendo quién eres y qué quieres.” Y es cierto: ahí muchos consolidan su vocación, sus amistades verdaderas, sus proyectos y convicciones.
Sorprende, pero también reconcilia. Es la etapa donde la experiencia se vuelve maestra; donde las certezas pesan menos y la sabiduría un poco más.
Es cuando entendemos que la prisa sirve para poco y que, en cambio, el servicio, la amistad, la alegría sincera y el trabajo bien hecho sí construyen algo duradero. Es cuando uno comprende que no se vive sólo para sí mismo.
A los 66 años el cerebro vuelve a reorganizarse. Cambridge lo llama “envejecimiento temprano”, pero quizá habría que llamarlo la edad de la claridad. La vida deja de medirse en metas y empieza a medirse en afectos. Las preguntas cambian:
¿Qué quiero agradecer? ¿A quién quiero acompañar? ¿Qué huella quiero dejar?
A los 83 inicia la última fase cerebral, donde la mente conserva lo esencial con una belleza que sólo conocen quienes han vivido de verdad.
Este estudio confirma algo que sentimos en la piel: maduramos por capas. Primero el cerebro, luego el carácter, después la mirada con la que observamos a los demás.
Ninguna etapa es desperdicio; todas son necesarias.
La infancia nos da raíces. La adolescencia larga nos da búsqueda. La adultez nos da oficio. La madurez mayor nos da sentido. La última etapa nos da luz. Y entre todas late la gran pregunta que atraviesa la existencia:
¿Qué hacemos con lo que somos?
Crecer es inevitable; cómo crecemos… es decisión de cada uno. Cambridge mira la biología; nosotros miramos la vida. Y ambos coinciden en algo:
Nunca es tarde para cambiar, aprender, amar, servir, reconciliar, empezar de nuevo. A los 9, a los 32, a los 66 o a los 83.
Si el cerebro está hecho para reconfigurarse, entonces la vida también. Nada está fijo, nada terminado, nada perdido del todo.
Somos proyecto y proceso, principio y recomienzo. Por eso, al final, vuelvo a esa frase que resume el sentido profundo de existir:
¿Para qué sirve la vida, si no es para darla?
Y ahora que iniciamos este último mes del año, es importante dejar que esta reflexión nos acompañe para preparar los buenos propósitos que vienen. Cada etapa del cerebro —y de la vida— nos recuerda que siempre estamos a tiempo de ajustar el rumbo, agradecer lo vivido y elegir lo que realmente importa.
Que este cierre de ciclo nos encuentre con claridad, esperanza y una mente dispuesta a seguir creciendo.