Un Ángel de la Guarda

Huberto Meléndez Martínez.
Huberto Meléndez Martínez.

Dedicado al amigo Juan Santana Peña Herrera, con particular afecto ¿Cuántos pastores de cabras habrán soñado con tener una mejor condición de vida? ¿Cuántos lo lograrían? Quizá la pregunta evoque la historia del Pastorcillo de Guelatao, pero el hecho se presentó en tiempos distintos y múltiples puntos geográficos. Los fines de semana (de lunes a … Leer más

Dedicado al amigo Juan Santana Peña Herrera, con particular afecto

¿Cuántos pastores de cabras habrán soñado con tener una mejor condición de vida?

¿Cuántos lo lograrían?

Quizá la pregunta evoque la historia del Pastorcillo de Guelatao, pero el hecho se presentó en tiempos distintos y múltiples puntos geográficos.

Los fines de semana (de lunes a viernes acudía a la escuela Primaria), después de la ordeña y degustar un frugal almuerzo, con lonche y cantimplora al hombro, sombrero a la cabeza, oaxaca a la espalda portando cogollera y tallador, salía del corral arreando el ganado hacia el monte. Sorteaba por las veredas los espinosos tasajillos, xoconostles, cuijos y clavellinas pastoreando las chivas. La ilusión de la paga de 2 pesos por sábado y domingo era insuficiente, así que, como todo pastor sabe, a cierta hora del día los animales se detienen un rato en la sombra de mezquites, gobernadoras o barrancas (a veces hasta se duermen), aprovechaba el receso para cortar pulla de lechuguilla, tallarla y extraer el ixtle, mismo que vendería en la cooperativa del pueblo, a cambio de unos centavos.

Una inquietud bullía en su pecho, pensando en que probablemente habría otras formas de vida más allá del filo del cerro, en Matehuala, ciudad en desarrollo y distante a unas ocho leguas.

Graduado de la Primaria y aprovechando que su hermana mayor había sido invitada a ir a vivir a la ciudad para estudiar enfermería en cursos emergentes, se fue con ella para inscribirse en la Secundaria.

Su primo le había enseñado a tocar guitarra… Tres años después, el panorama pareció más incierto y escapó de la familia rumbo al Norte. Acompañado de su amigo Inocencio hicieron escala de su caminata en Monterrey, donde trepado en los autobuses “peseros” conseguía monedas para comprar comida cantando y tocando canciones de moda. Aquello no respondió a sus expectativas. Cruzaron a nado el Río Bravo y vagaron por el Estado de Texas sin encontrar algo que les anclara hacia un buen futuro. Meses después regresaron (también a nado) sin fortuna en sus bolsillos, cadavéricos, con los huesos de sus cuerpos forrados de pellejo, cansados y desilusionados. Un año en la vagancia pareció infructuoso.

Sin más opciones, volvió al terruño para arrear chivas ajenas.

Pero Don Miguel Sagredo, delegado local de la Forestal FCL, fue por él en su carcacha casi hasta la cima del cerro para, literalmente secuestrarlo e ir a inscribirlo a una Escuela Normal que iniciaba por ese tiempo y tenía aún matrícula disponible.

Gradualmente quedaron atrás los golpes recibidos ordinariamente de su padre alcoholizado, atrás penurias, incertidumbres y sacrificios de su hermana Mary.

Su dedicación en los estudios permitió obtener un título y ejercer la noble profesión de la docencia.

Tener el certificado de secundaria provocó el cambio, pero en especial el apoyo recibido de aquel Ángel de la Guarda que los llevó a la ciudad, rescatándolos de la violencia familiar, de nombre Consuelo Cardona: la maestra del pueblo.




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