

Gracias a la escritura se ha podido dejar constancia de los mejores pensamientos de las mejores mentes de nuestras generaciones pasadas.
El Tolstoi de más de 70 años, gran escritor ruso que en el ocaso de su vida buscaba legar a sus lectores algo muy memorable, recurrió durante casi una década a sus mejores libros y autores para crear su “Calendario de la sabiduría”. Maravillado por lo que iba encontrando para confeccionar mejor esa obra, en dicha época escribió en su cuaderno personal: “¿Qué puede ser más precioso que comunicarse a diario con los hombres más sabios del mundo?”.
Traigo a la memoria ese episodio por la importancia que, desde siempre, los libros revisten. Desde hace más de 4,000 años antes de la era cristiana, la escritura vino a dar cohesión a nuestra memoria colectiva, nuestro conocimiento y, en general, nuestro avance.
Gracias a la escritura se ha podido dejar constancia de los mejores pensamientos de las mejores mentes de nuestras generaciones pasadas. La escritura es madre del libro. Cada volumen compone la mejor selección natural posible de las mejores mentes de cada generación que han desfilado por este planeta.
Todavía hacia los años 70 y 80 del siglo pasado, podíamos hojear esos grandes libros impecables en su redacción y ortografía: algo que se echa de menos en estas décadas recientes. Hasta esa época, sólo podían publicar libros las personas que tenían probada una verdadera carga magistral; una calidad literaria a toda prueba. Eso a diferencia de estos tiempos, en que cualquiera de nosotros puede publicar un libro sin importar mérito académico o literario alguno.
Circunstancias malas que en realidad son buenas, o a la inversa: en estos años ha sentado sus reales cierta democratización en la publicación. Ahora existe también la autopublicación. La instauración de editoriales independientes hasta hoy ha sido buena, aunque eso nos resta esa criba que tenía antes la edición de libros.
Por supuesto que había algunos libros que no escapaban de siete o nueve o catorce errores. Entonces hasta pintoresca resultaba la inclusión de una tarjeta impresa de última hora que consignaba una fe (confesión) de erratas. La honestidad y la humildad eran tan sentidas como ejemplares. Hoy, a pesar de que algunos recurren ya a la Inteligencia Artificial hasta para redactar, continuamos en medio de un entorno donde las faltas ortográficas son pan nuestro de cada día.
Hablar con los libros antiguos es hablar con los mejores muertos. Toda esta vida que nos dan los viejos libros están otorgándonos las personas que ya murieron: mentes que han dejado muy vivo su legado y que aún pueden conversar con nosotros.
No sólo eso: en un grado más profundo, más allá de mera la comprensión, leer nos implica discutir con Montaigne, Emerson, Chateaubriand, Savater, France, Papini, Baroja, Bernanos, Chardin, Martín Descalzo, Ingenieros, Vasconcelos, Alamán, Trotsky, Gracián, Steiner, Camus y Lipovetsky, entre otros.
Maticemos que leer no es un acto orgásmico, como muchos quieren hacerlo ver. Muchas de las veces, esta actividad se convierte en un ejercicio complejo. Entonces, leer es una friega: debe uno pasar por páginas de aridez donde no entiende el lector adónde nos lleva el autor… hasta que llega uno a una página donde ya todo es cuesta abajo, y toda esa aridez por la que uno ha pasado va cobrando sentido.
Leer, entonces, puede no ser fácil. Leer puede implicar un reto que no cualquiera acepta. La escritura nos trajo los libros, grandes herramientas para nuestro avance. En efecto, nuestra humanidad se hace mucho mejor en la medida en que seamos más quienes nos integremos al cotidiano ejército de electores.