Todos y siempre

Antonio Sánchez González.
Antonio Sánchez González.

Cuando no nos respetamos a nosotros, no respetamos al de enfrente, dice el sentido común popular.

Ya sea el anuncio de una importante ley contra alguno de los delitos graves a los que nos hemos enfrentados los mexicanos cada vez con más frecuencia o la respuesta a las noticias de la manera en la que se enfrentó o no un disturbio con algún motivo que se considere justo, todos los actores políticos en la palestra mexicana de hoy parecen ir con sus declaraciones con fondo partidista habituales e interminables. Seamos claros: hablar de declaraciones partidistas no significa que no sean -al menos en parte- válidas o escuchables. Pero notemos simplemente que cada uno trata de responder a la expectativa de su parcela, a los reflejos naturales esperados por sus partidos, a lo que esperan sus votantes o su facción.

Toda la izquierda radical ha denunciado el famoso “calderonato” que desde su punto de vista generó “la guerra descontrolada” y “orgánicamente violenta” y “el baño de sangre” que ellos heredaron y lamenta la falta de recursos para los servicios públicos, la salud y la solidaridad. El otro lado de la baraja política, que en el pasado ejerció el gobierno, lamenta la manera en la que este gobierno ha abordado la estrategia basada en abrazos y no balazos para controlar la inseguridad y el consecuente aumento disparado de la cifra de muertes violentas de habitantes del país tanto como lamentan la manera en la que se dispersan -mal- los recursos para los servicios públicos, la salud y la solidaridad. Todo esto es solo un reflejo pavloviano, por no decir una pose, y no vale el costo del papel de una página de este diario.

A la derecha, entre los moderados, así como entre los más radicales, y más ampliamente en el campo de lo que podría describirse como partidarios del orden, los elementos del lenguaje y los discursos no están más perfeccionados. Cada uno pidiendo más severidad, nuevas leyes que se supone que lo solucionan todo, sanciones más fuertes que las del vecino. El discurso, aunque recurrente, no es menos atractivo.

Sin embargo, si queremos dejar el campo del encantamiento para volvernos a la realidad, notemos que no es más severidad sino más eficacia lo que nuestras leyes, nuestros principios y nuestro Estado necesitan. El problema no es que las penas teóricas sean demasiado débiles o que las disposiciones de nuestros textos legislativos sean insuficientes, sino que la realidad vivida ya no tiene ninguna relación con la fábula escrita. 

Porque la verdadera pregunta no es tanto si las sanciones son suficientes para hacer que todos respeten las leyes, como, cómo ser respetado cuando uno no se respeta a sí mismo. Peor aún, cómo reclamar, con alguna posibilidad de éxito, el respeto de nuestras reglas cuando teorizan y validan incluso su propia violación. Cuando el sistema se invalida a sí mismo, ¿quién puede comprometerse con él?

¿Cómo podemos tomar en serio a un sistema judicial en el que menos de 5% de quienes sufren un delito, en general indiferencia, denuncia cuando su integridad ciudadana se vulnera? ¿Cómo podemos aceptar que las personas que menos del 5% de los delitos denunciados terminen con el cumplimiento de una pena?

¿Cómo podemos creer también en el respeto de las leyes en un país donde se cumple una mínima fracción de las penas de prisión? En el mismo en el que miles de personas permanecen en prisión sin una sentencia dictada ¿Qué mensaje, qué lección, qué principio de vida extraer de los casos de renuncias al sistema judicial mexicano cada año? ¿Qué sociedad esperamos construir cuando las personas que delinquen una y otra vez pueden salir a la calle en pocas horas por defectos procesales sin verse enfrentando un proceso nunca? ¿Cómo podemos hablar de más autoridad cuando vemos que las noticias están llenas de insultos contra los funcionarios electos de todos los niveles, ataques a los médicos, piedras contra los soldados del ejército metidos con calzador legal a funciones de policía, procedentes de otros funcionarios públicos e incluso de la primera magistratura… ¿Sin que nadie haya sido llamado a cuentas por una de estas faltas?

La muerte violenta de cada ciudadano, joven o no, es siempre una tragedia. Pero si hubiera sido condenado severamente a su primer delito, si su primera negativa a cumplir no se hubiera perdido y no se hubieran beneficiado de este estado disfuncional en el que estamos inmersos, probablemente no se habría reproducido el mismo delito, una y otra vez, con cada vez más confianza y menos respeto por la autoridad de los representantes del Estado.

Cuando no nos respetamos a nosotros, no respetamos al de enfrente, dice el sentido común popular. La fórmula también es cierta para los estados. El cardenal Richelieu, que probablemente sabía un poco más sobre el Estado que nuestros contemporáneos, explicó en su tiempo que “hacer una ley y no hacerla cumplir es autorizar lo que uno quiere defender”. La historia es rica en ejemplos que demuestran que la política más desastrosa, la más condenada y la más costosa es siempre la de la debilidad y la renuncia. ¿Necesitamos cambiar nuestras leyes? Tal vez, algunas, alguna vez. ¿Necesitamos hacer cumplir nuestras leyes? Sí, todos, y siempre.




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