A 4 años de la Pandemia

Antonio Sánchez González.
Antonio Sánchez González.

Las medidas adoptadas se centraron en las dimensiones biológicas de la existencia, sin prestar la atención necesaria a los aspectos emocionales, sociales y antropológicos que dan sentido a la vida.

Hace cuatro años, Zacatecas -y el Mundo- entró en el “Gran Confinamiento”. Las autoridades, en nombre de una “idolatría de la vida” según la denominó Olivier Rey, el matemático y filósofo francés de mi generación, promulgaron medidas sanitarias que restringieron las libertades públicas e individuales de una manera sin precedentes. A medida que nos alejamos inexorable e inconscientemente de este período de oscurantismo que preferiríamos olvidar, tenemos el deber moral de enfrentar las transgresiones éticas a las que hemos consentido colectivamente, con indulgencia para sus protagonistas, pero con lucidez sobre su naturaleza.

No se trata de cuestionar el deber del Estado de garantizar la protección de la salud de sus ciudadanos. Pero este papel legítimo es la expresión de un biopoder cuyos circuitos de toma de decisiones han sido capaces de producir recomendaciones, mandatos, obligaciones que, al pretender ser protectoras han generado mucho sufrimiento, olvidando que los seres humanos somos seres de carne. Con demasiada frecuencia, las medidas adoptadas se centraron en las dimensiones biológicas de la existencia, sin prestar la atención necesaria a los aspectos emocionales, sociales y antropológicos que dan sentido a la vida.

Entre estos protocolos, los más transgresores se dirigieron a nuestras conformidades al final de la vida. Un gran número de ancianos y pacientes se han visto obligados a la soledad absoluta en los últimos momentos de las suyas y se han enfrentado a una carencia, a una injusticia: la ausencia de seres queridos, que ninguna otra presencia podría suplir, en momentos en los que se dicen y se viven tantas palabras y silencios, emociones, que cuesta creer que fue posible fueran reguladas humanamente.

La gestión de la pandemia ha llevado a la acumulación de lo peor que se puede observar en cuanto a los últimos adioses, que no debemos cansarnos de repetir que son inseparables de la condición humana. Al prohibir a los familiares ver el rostro del difunto, al restringir los ritos funerarios, al arrojarlos en una bolsa de plástico, desnudos, sin homenaje fúnebre, al prohibir la despedida, es un grave ataque a la ritualidad de la muerte y a la liturgia del duelo. Es como si las autoridades cerraran, en nombre de quién sabe qué legitimidad legal o sanitaria, al difunto a los ojos de quienes lo amaban.

Como parte de la epidemia, los funerales se limitaron o incluso se impidieron. No debemos descuidar la ruptura antropológica que constituye esta negación de un denominador común de la historia humana. Para la humanidad, la muerte siempre ha estado acompañada de rituales, ciertamente muy disímiles en el espacio y en el tiempo, pero unidos en torno a un fundamento común, a saber, el homenaje y el último adiós al cuerpo del difunto, inseparable de la persona cuyo rostro es la manifestación al mundo, su epifanía.

Así, la mutilación de los rituales de muerte y duelo, ligada al miedo irracional a la contaminación, llevó a todos a sufrir una violencia sin precedentes que, en muchos casos, tardará mucho tiempo en curarse. Había una forma de barbarie moderna en esta acción de salud administrada, pues desterraba la vívida experiencia de unirse, respirar y morir, y la sustituía por un tratamiento abstracto que desfiguraba todas las vidas vividas, desgarradas y luego perdidas. El argumento del mal menor revela aquí su aporía, que, de mal menor a mal menor, siempre nos lleva a lo peor: como nos recuerda Hannah Arendt, “quien elige el mal menor olvida muy rápidamente que ha elegido el mal”. 

Sin embargo, si nuestros puntos de referencia éticos pudieron ser barridos tan rápidamente, es porque no estaban suficientemente anclados en nuestra conciencia común; si los protocolos se impusieron con tanta facilidad, fue porque nuestro sentido del cuidado estaba equivocado. Si los difuntos eran tratados con tan poca dignidad, era porque la finitud de nuestra condición se había ido desvaneciendo poco a poco de nuestras sociedades. Los muertos solitarios de la pandemia no podrán dejarnos y solo podremos dejarlos descansar en paz si los llamamos de nuevo a nuestra presencia y desandamos el camino hasta el final con ellos, evitando lo que puede haber erosionado nuestra humanidad. Con esta condición podremos sellar nuestro destino común con una despedida pronunciada, muy diferente de la impuesta por la epidemia, apresurada y mecánica.

Mientras echamos un modesto velo sobre los muertos solitarios, las conciencias burladas, el luto oculto y las vidas laceradas, tenemos el deber de afrontar lo que nos ha herido colectivamente, asumiendo el riesgo de la fraternidad, del acompañamiento hasta el final y de la preocupación por el prójimo, esta resistencia humilde, pero sin embargo insustituible.




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