Infelicidad y Eutanasia

Antonio Sánchez González.
Antonio Sánchez González.

En la mayoría de estos casos, la petición de muerte esconde una petición de atención y benevolencia, por no decir de amor.

A diferencia de mis amigos médicos filósofos, a los que la prensa ha dado gustosamente la palabra con preferencia sobre otros que tienen tanta experiencia como autoridad médica e intelectual, me opongo y sigo oponiéndome firmemente a la legalización del suicidio asistido en el caso de personas que no están físicamente enfermas ni al final de la vida de la manera en la que se aplica en algunos otros países.

Creo entender muy bien el razonamiento de nuestros materialistas: si ya no hay un “después”, si el homo democraticus ya no cree en la posibilidad de un futuro radiante tanto en la tierra como en el cielo, y si, en estas condiciones, el cálculo de los placeres y los dolores se ha convertido en su única brújula para evaluar el sentido de una vida, ¿Qué derecho tenemos a impedir que este individuo, ebrio de libertad, recurra al suicidio asistido? ¿Y por qué no con la ayuda de un médico poner fin a su existencia si la facultad un día llega a enseñarle que sus sufrimientos, aunque sean sólo psíquicos, corren ahora el peligro de superar los momentos de alegría?

De hecho, es en estos términos en los que el homo democraticus reflexiona ahora sobre el final de la vida; igual que si se trata de una nueva ley de tránsito o del presupuesto para construir una presa. Así, entonces, es de esperar, nuestros congresistas de hoy consideran que en cualquier tema los necesitamos para nada más que hacerse eco de la opinión mayoritaria de los mexicanos: en un tema complejo como este corremos el riesgo de tomen el camino simplista y hagan una encuesta para saber cuánta gente, interesada o acarreada, manifiesta en un papelito que sería bueno que, como en varios países europeos y algunos sudamericanos de izquierda “progresista”, tengamos una cambio en la ley que allanara el camino al suicidio asistido, o incluso a la eutanasia que requiere la intervención de un médico, asimilando así el hecho de dar la muerte, en cierto modo, en mi opinión, de manera exorbitante.

A pesar de ello, me gustaría intentar retomar el camino siendo lo más claro y razonado posible sobre un tema que es tanto más delicado cuanto que se ha vuelto radiactivo y, por tanto, cerrado a matices, como el clima, las pensiones o la guerra en Ucrania. Si se trata de legalizar la posibilidad de aliviar o incluso acortar el sufrimiento de las personas que realmente están al final de la vida, de los pacientes cuyo dolor y muerte inminente son irreversibles, en definitiva, de oponerse activamente a los tratamientos agresivos, puedo entender perfectamente por qué la gente estaría a favor de ello.

De hecho, la ley ya lo permite en gran medida, pero si se puede mejorar en este punto, ¿por qué no? Si, por el contrario, pretendemos responder con la muerte a la depresión y al sufrimiento psicológico de personas que no están ni al final de la vida ni físicamente enfermas, sino que simplemente están “cansadas de la vida”, entonces creo que debemos oponernos a ello con todas nuestras fuerzas. Simplemente abriría la puerta a un mundo en el que la infelicidad llegaría tontamente a ser tratada como una enfermedad, un mundo en el que lo que Emmanuel Lévinas llamaba “responsabilidad por los demás” sería eliminado por la muerte.

Basta con hablar con médicos que trabajan en los servicios de cuidados paliativos para saber que, muy a menudo, reciben a personas que inicialmente pidieron la eutanasia, pero que cambian de opinión en cuanto comprenden que no serán abandonadas, que serán atendidas física y psicológicamente, y que esto se hará “hasta el final” acompañando la vida hasta la muerte.

En la mayoría de estos casos, la petición de muerte esconde una petición de atención y benevolencia, por no decir de amor, de modo que el deseo de ponerle fin a la vida se desvanece tan pronto como se tiene en cuenta esta llamada. Además, los últimos días de cada uno ofrecen a menudo la oportunidad de vivir momentos de verdad insustituibles con los seres queridos, momentos infinitamente preciosos que un materialismo básico asociado a una concepción simplista de la libertad querría abolir.

Al hacer del cálculo de los placeres y de los dolores el único criterio del sentido de la vida, se corre el gran riesgo de enviar a todos aquellos que, aislados, no amados o simplemente viejos y deprimidos, el mensaje de que harían mejor en “irse”, un mensaje inhumano, irresponsable en el verdadero sentido de la palabra, al que, creyentes o no, tenemos que negarnos. Tratar la infelicidad, la depresión o la angustia con la muerte en lugar de responder a ellas con cercanía y cuidados no sería progreso, sino simplemente una regresión bárbara.




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