De Política y Moral

Antonio Sánchez González.
Antonio Sánchez González.

La ley puede ser respetada sin virtud ni bondad.

Teniendo algunos conocidos en el mundo político, sucede que algunos funcionarios que han sido electos o designados han confiado conmigo sus preocupaciones: cómo resurgir después de pasar por problemas legales, un retorno que necesariamente se plantea en el plano ético en términos delicados: la moralidad no se agota por la ley. Uno puede haber cumplido una condena, estar en buena posición con la sociedad, pero no estar moralmente absuelto o recuperar la confianza de la gente. Es interesante recordar lo que el más grande filósofo de la Ilustración, Immanuel Kant, tenía que decirnos sobre este asunto, en particular sobre la diferencia entre moralidad y legalidad, una distinción que es tanto más sutil cuanto que el contenido de las reglas es a menudo idéntico, excepto que la ley solo requiere una conformidad externa con un texto y no exige pureza de las intenciones. 

La ley puede ser respetada sin virtud ni bondad. El médico que se inhibe del abuso de su paciente pero que con gusto engañaría si estuviera seguro de que no será descubierto, tanto como el comerciante que se abstiene de robar a su cliente porque teme ser encarcelado, está indudablemente actuando de acuerdo con la ley, pero sin moralidad, sus intenciones ni se preocupan por los demás ni son virtuosas, sino que son egoístas y materialistas. De ahí una diferencia esencial entre la moral y la política: un Estado que puede exigir con razón el respeto de las leyes de sus ciudadanos no puede exigir la pureza moral de las intenciones que pertenecen a la esfera privada, de modo que un régimen que se empeña en sondear los lomos y los corazones de los pueblos se convertirá en totalitario.

No obstante, en un segundo momento, se restablece el vínculo entre la política y moral, y a partir de Kant -otra vez- uno puede pensar en la república como la condición de la moral en el plano político. Este régimen es el único que respeta la autonomía de los ciudadanos, sin la cual la moralidad puede resultar imposible si leyes inicuas interfieren en ella. Sin libertad de elección, la moral no existe, como lo demuestra Spinoza: al descalificar la noción de libre albedrío en nombre del absoluto determinismo, llega lógicamente a negar la distinción moral entre el mal y el bien. A pesar del Terror de la Francia de 1793, la idea republicana de Kant no palidece y debería servirnos en los siguientes meses en los que se avizora que el modelo republicano mexicano será puesto a prueba.

Finalmente, en un último momento, la moral se reafirma sobre la política. Contrariamente a lo que podría creerse, la ética de la responsabilidad no es en modo alguno reducible al cinismo. Sólo se opone a la ética de la convicción que domina un mundo perfecto, un universo de intelectuales regido por el famoso proverbio “¡Fiat justicia pereat mundus! (“¡Que se haga justicia, aunque el mundo perezca!”).

Los principios se defienden burlándose de la realidad, ¿se es pacifista pase lo que pase?; por el contrario, el sostenedor de la ética de la responsabilidad es el que entiende que, ante una situación de crisis a veces es preferible librar una guerra limitada, por detestable que sea, antes que abstenerse en nombre de principios abstractos que luego conducirán al desastre. La ética de la responsabilidad, por tanto, no consiste en abandonar el ideal, el bien común, sino sólo en tener en cuenta la realidad y encarnarla. Recordemos el escenario que nos planteó la epidemia, el que todos, también los políticos, tuvieron que enfrentar hace no mucho.

Contrariamente a lo que es un mundo ideal, el político casi nunca puede elegir entre el bien y el mal. Eso sería facilísimo. En el mundo real, a menudo tiene que elegir entre varios males, siendo su deber, guiado tanto por la moralidad como por la ley y la inteligencia, sólo elegir el mal menor a veces con lucidez. De este modo, la ética de la responsabilidad, por arriesgada que sea, aparece como la única moral digna de tal nombre, siendo paradójicamente la ética de la convicción sólo una forma sofisticada de cinismo cómodo, una forma de que los intelectuales mantengan una buena imagen y una buena prensa sin aventurarse nunca en el subsuelo de una realidad a veces complicada.

Volviendo a nuestros políticos y sus tribulaciones, con gusto les concederemos que preferimos a alguien que reconozca sus faltas y se arrepienta a alguien que nunca ha pecado porque nunca ha hecho nada. Aún después de cualquier caterva de promesas y excesos verbales de la cual la gente ahora desconfiamos más que nunca.




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