Al Fin de la Vida

Antonio Sánchez González.
Antonio Sánchez González.

Pedir morir puede ocultar una petición de amor, pero en este debate fundamental no podemos ignorar el hecho de que nuestras sociedades no dejan de enviar a los ancianos el mensaje de que sus vidas son superfluas.

‎La teología cristiana, muy clara en el tema, siempre ha sido hostil al suicidio asistido como a la eutanasia. El típicamente modernista ideal de una muerte rápida, indolora y suave, mejor durante el sueño mediado por algunas drogas, no es el de la Iglesia. Como demostró el gran historiador medieval, Philippe Ariès, en la antigüedad había menos miedo a la muerte misma que a lo que se suponía que venía después, por lo que esa agonía, lejos de tener que acortarse, era la oportunidad para hacer las paces con uno mismo, con los demás y con Dios.

Como dice el catecismo del Vaticano al respecto, no sólo no somos dueños de nuestras vidas, sino que la enfermedad puede “hacer a la persona más madura, ayudarla a discernir en su vida lo que no es lo esencial para recurrir a lo que es. Muy a menudo, la enfermedad provoca una búsqueda de Dios, un retorno a Él”. Y siendo congruentes, interrumpir este proceso sería fatal: ¿cuánto valen unos días o semanas de sufrimiento ante la posibilidad de la salvación eterna? Hostil a la implacabilidad terapéutica, la Iglesia se opone radicalmente a cualquier legislación que legalizaría el suicidio asistido.

En contraste con esta teología, el eudemonismo antiguo siempre la ha favorecido. En sus Cartas a Lucilio, Séneca incluso consideró “tan grave evitar que alguien muera como matarlo”. Como escribe André Comte-Sponville en un artículo dedicado a la defensa del suicidio asistido, “esto es especialmente cierto cuando alguien sufre con demasiada dureza una enfermedad incurable. Sin embargo, resulta que este suicidio está prohibido por la ley. Veo una inconsistencia: ante la ley el suicidio no es un delito; ¿por qué el suicidio asistido sería uno? También veo en ella, sobre todo, una intolerable privación de libertad, especialmente en las situaciones más crueles” como la de aquellas personas que no pueden poner fin a su sufrimiento por sí mismas.

Lo que se opone a estas dos visiones del fin de la vida es, por lo tanto, irreductible: si pensamos, como los estoicos o los epicúreos, que la felicidad es la finalidad última de la vida, si sostenemos, como los materialistas y utilitaristas modernos, que un cálculo de placeres y tristezas es suficiente para resolver el problema, entonces debemos legalizar el suicidio asistido: puesto que en mi vida las penas prevalecerán de manera irresistible e irreversible sobre los momentos de alegría, no veo con qué derecho se me impediría voluntariamente evitar las consecuencias. Un materialista ateo argumentará además que vivimos en sociedades seculares donde las religiones no tienen que dictar leyes.

Sin embargo, una tercera filosofía, aunque también humanista y secular, no es menos desfavorable al suicidio asistido. En primer lugar, porque la fórmula “morir con dignidad” se refiere a la insoportable idea de que la dignidad podría perderse en la gran dependencia en que pueden hundirnos la vejez extrema o la enfermedad. Desde el punto de vista de un humanismo secular apegado a los derechos humanos, esta equivalencia más o menos implícita entre “dependencia” e “indignidad” es inaceptable, por no decir despreciable. Pero hay más. Como escribieron Axel Kahn y Luc Ferry en un pequeño libro que publicaron junto con Odile Jacob (¿Deberíamos legalizar la eutanasia?), “si quieres determinar hasta qué punto las personas mayores realmente tienen el deseo de terminar con sus vidas, basta con traerles el contacto amistoso de un pariente querido y tierno: muy a menudo, estos testigos emocionales son suficientes para devolver a estas personas la preciosa sensación de que les importan al menos a alguien”.

Pedir morir puede ocultar una petición de amor, pero en este debate fundamental no podemos ignorar el hecho de que nuestras sociedades no dejan de enviar a los ancianos el mensaje de que sus vidas son superfluas, que ya no valen nada, lo que de paso despierta vocaciones de “ángeles de la muerte” en aquellos que intentan convencer a los más frágiles de “dar cabida a los jóvenes”.

Sea como fuere está claro que, entre estas tres filosofías del fin de la vida, ninguna conciliación es posible por lo que la esperanza de una ley que regule estos conceptos éticos ya no digamos mayoritaria, sino consensuada, es bastante vana.

*Médico




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