
Huberto Meléndez Martínez.
Estaban contentos porque ir al rancho representaba diversión y aventura. Eran actividades muy diferentes a las que vivían de ordinario allá en el pueblo.
Con especial cariño, al abuelito Pedro Meléndez Mendoza (QEPD).
“Les toca juntar calabazas. Todas la que vean, chicas y grandes, las acomodan aquí”, instruyó el abuelo a sus dos nietos que aquel sábado lo acompañaron a la parcela.
Estaban contentos porque ir al rancho representaba diversión y aventura. Eran actividades muy diferentes a las que vivían de ordinario allá en el pueblo: ir a la escuela, hacer tareas, jugar fútbol y convivir con los primos. Acá la emoción empezó desde ver cómo el nonagenario uncía pacientemente y con destreza, la yunta de bueyes a su vieja carreta, sujetando el yugo a los cuernos con aquellas largas y resistentes coyundas.
Ya en camino, parecía que los animales andaban despacio, pero cuando a manera de juego se bajaban, tenían que correr abriendo la zancada para volver a treparse al carromato, ante la risa divertida del anciano que aceleraba el paso de las bestias azuzándolos con la picana.
Era la época en que ya se había recogido la cosecha de maíz, incluso había sido acarreado el rastrojo al potrero ubicado en la parte trasera de la casa, para darlo a sus animales cuando escaseara el pasto en el monte. Pero como en los campos agrícolas siempre hay trabajo, ahí faltaba recoger una buena parte de frutos.
Mientras los niños hacían montículos entre el barbecho, reuniendo por tamaños, curioseando los colores y formas, su abuelito estuvo reuniendo tallos secos de polocote, el cual en ese año con lluvias, había crecido más que en otras épocas. Hizo un “mono” (gavilla) grande con esa hierba en forma de tipí (como las que veían en el cine, en las películas de vaqueros contra indios); luego lanzó varias calabazas por la parte superior para después prenderle fuego.
La columna de humo denso y grisáceo subió a las nubes y quizá pudo verse desde varios kilómetros a la redonda, las llamaradas también fueron altas, pero la hoguera se consumió en breve tiempo.
“¿Para qué hizo esa gran fogata?” preguntaron. “Al rato van a ver, mientras vamos a ir cargando la carreta con las demás calabazas.
Sudorosos y fatigados terminaron la tarea y se fueron a la sombra de un gran mezquite, a degustar los taquitos de frijoles en tortillas de maíz que le había puesto su mamá. No habían imaginado que el aguamiel que llevaban estaría fresca o quizá la sed por el esfuerzo hizo que así lo pareciera.
El experto labrador fue a donde había quedado la mancha de ceniza y sacó una de aquellas bolas, la llevó a sus nietos que “se relamieron los bigotes“, al ver tan rico manjar de calabaza tatemada. Cuando la abrió, el color amarillo intacto de la pulpa, las semillas entre sus hebras fibrosas anunciaban la dulzura y suavidad del fruto cocido en su jugo.
Minutos después subieron con cuidado el resto del cocimiento para llegar a casa eufóricos, cansados, tiznados y divertidos de haber pasado un gratificante día con el abuelo.