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Huberto Meléndez Martínez

Inocente travesura

Inocente travesura

Huberto Meléndez Martínez.

Las responsabilidades a corta edad, pueden provocar alguna chiquillada.

Huberto Meléndez Martínez
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10 de diciembre 2024

A las madres que son pacientes, pero intuitivas.

Por la llegada de un hijo nuevo, la mamá tuvo que buscar entre los vecinos del rancho, alguien que tuviera producción de leche en sus vacas.

La mayor parte de las personas tenía ganado vacuno, pero por estar en una zona donde había pocas lluvias y los forrajes escaseaban, aprovechando que las extensiones de tierra eran grandes en el ejido, preferían tener sus ganados libres por el monte, para que ellos solos procuraran su alimento.

En esa temporada, con doña Luciana podría hacerse el encargo de la entrega de un litro diario y con ello doña Cuca estaría en posibilidad de atender mejor a su bebé.

Pero debía ir todos los días a recoger la leche, aunque convinieron que el pago sería semanal. Con tanto trabajo doméstico encima se animó a mostrar el camino a Pancho, su hijo mayor, que apenas había cumplido seis años.

El camino era largo considerando su corta edad, además tenía que ir por la orilla del Camino Real que cruzaba la comunidad.

El eventual peligro de que alguno de los camiones que transitaban por esa terracería lanzara una piedra con sus llantas, sortear las espinas al lado del camino, la posible contingencia de perros bravos en el trayecto y otras amenazas preocupaban a la mamá, pero no había más alternativa que enseñarlo a cuidarse.

Llegaron juntos para ponerse de acuerdo con la proveedora y adicionalmente solicitó el favor de encaminarlo un poco al regreso, buscando tranquilidad emocional. Con frecuencia las madres se preocupan demasiado, pues el niño lo tomó como una deferencia importante respecto a las actividades que hacía la familia.

Pasaban los días, sin contratiempo alguno, el pequeño tomaba una guaripa para protegerse del sol, pues haría la encomienda al regreso de la escuela, cuando el sol está por el cenit y emite sus rayos calurosos.

En cierta ocasión el chico invitó a su hermano que le seguía en edad. Este otro también se sintió distinguido y contento para acompañarle.

Los dos alegres enguaripados se alejaban de casa, portando el recipiente, entre las pequeñas nubes de polvo que el viento levantaba del suelo. Luego de recoger el líquido, al regreso el mayor se detuvo a la sombra de un gran mezquite, echándose viento en la cara con el sombrero, tomó la olla y bebió algunos tragos, ante la mirada incrédula del menor. “Es la leche para el niño”, se atrevió a señalar.

“Sólo dos traguitos, porque traigo mucha sed”, fue la respuesta. “Toma tu también dos” invitó.

Titubeante, con cargo de conciencia, pero sediento, le fue imposible parar y tomó tres.

“Te pasaste” le reclamó el primero. “Deja me emparejó”.

Hasta ellos mismos notaron bajo el nivel del lácteo, pero siguieron sin aludir el hecho.

La madre pensó en reclamar, pero advirtió los bigotes de leche formados en el labio superior de sus hijos y prefirió recomendarles tomar agua antes de salir al sol.

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