
Huberto Meléndez Martínez.
La ofrenda a los fieles difuntos, no siempre incluye comida tradicional, ésta la disfrutan los familiares que acuden al panteón y que los recuerdan con un altar en su casa.
A mi madre (+) y la tía Candela (+), por tan gratos recuerdos.
Una mañana otoñal de esas que en la sombra se siente frío y el sol directo quema tanto como en verano. La tía Cande llegó con una bebé en brazos y una canasta cubierta con una servilleta bordada en policromía. Tras ella los primos Nicolás y Pedro, quienes traían consigo una pala, sosteniéndola por los extremos, cada uno, forcejeando argumentando que uno cargaba más peso que su hermano e intentaban equilibrar.
“Vengase a almorzar”, invitó la anfitriona.
”Ya almorzamos”, fue la respuesta. “Mejor empezamos de una vez”.
Días antes habían planeado realizar un proyecto familiar y estuvieron juntando piedras ahí afuera de la cocina, contaban con tierra y agua para iniciar la construcción de un cocedor para hornear gorditas de maíz y harina
Como ninguna tenía este anexo en su casa, decidieron hacer uno para ser autosuficientes y evitar molestias a los vecinos o familiares.
Batieron lodo y, pegado a la pared de adobe fueron colocando piedras en una circunferencia que al ir reduciendo de tamaño conforme ganaban altura, cerraron en forma de bóveda para luego recubrir con más lodo en la parte externa.
Mientras tanto los primos se la pasaron de fiesta: fueron al barranco del arroyo más cercano provistos de sendas ramas de arbusto, para atrapar mariposas que se acumulaban en las partes húmedas al pie del talud, en el lecho del arroyo.
Al regreso llevaban algunas colas de lagartija para darlas de comer al gato, producto de su fallida cacería de salamanquesas.
Fue una actividad extenuante, de varias horas porque los esposos andaban trabajando en la mina solamente pudo ayudar Lolo. El mayor de la familia, pues podía acarrear agua, tierra, más piedras y leña.
Terminada la construcción pusieron el combustible y encendieron para que se secara y calentara, mientras las mamás batían la masa, limpiaban y engrasaban hojas de metal para colocar los condoches, cuando las paredes interiores del cocedor estuvieran candentes (al rojo blanco), hornearon su pan de maíz y harina.
El entorno se fue saturando del aroma de aquel delicioso pan, el cual fue depositado en varias canastas separando los de sal, algunos rellenos con frijoles, otros eran de dulce de piloncillo y de trigo.
Al final metieron varias calabazas para aprovechar el resto de calor del cocedor. A la mañana siguiente la prole se apilaba en la puerta para deleitarse con el envolvente olor que salía del cocedor.
Los primeros en degustar aquellos manjares tradicionales, los niños: sabían que al día siguiente eso conformaría la provisión de alimentos que comerían durante su estancia en el panteón, junto a las tumbas de sus seres queridos.
A diferencia de otras poblaciones donde los alimentos se colocan en forma de ofrenda a los fieles difuntos, en estas familias dichas ofrendas las constituían veladoras, flores (naturales y artificiales) y rezos realizados en un altar colocado en la estancia principal de la casa, por al menos un novenario.