Aprendizaje-tormentoso

Huberto Meléndez Martínez.
Huberto Meléndez Martínez.

A mi padre, por sus enseñanzas invaluables   El volante estaba demasiado grande, pensó en ver el camino por debajo del arco; el lugar parecía más bajo que el del copiloto, quizá una almohada o un banquito, encima del asiento le permitirían tener mejor visibilidad al frente; acercarse más adelante irguiendo el cuerpo y estirando … Leer más

A mi padre, por sus enseñanzas invaluables

 

El volante estaba demasiado grande, pensó en ver el camino por debajo del arco; el lugar parecía más bajo que el del copiloto, quizá una almohada o un banquito, encima del asiento le permitirían tener mejor visibilidad al frente; acercarse más adelante irguiendo el cuerpo y estirando el cuello era insuficiente; literalmente quería estar viendo las rodadas en el piso, imaginando ir sentado adelante, sobre el cofre.

Todas esas percepciones se sumaron a la de estar conduciendo la camioneta cuya trompa invadía totalmente la terracería; el ruido de las llantas se maximizó sobre el rodar de la grava del revestimiento.

Las quijadas tensas por la fuerza de llevar apretados los dientes, el indiscreto sudor en la frente, las manos y la espalda se unían a la pena, porque los acompañantes seguían expectantes a sus abruptas maniobras.

La desorbitante mirada evidenciaba la saturación de pensamientos en su cabeza, queriendo atender las instrucciones de su padre.

Qué situación tan irónica. Se creía grande porque, por su estatura, lo colocaban delante del contingente en los desfiles escolares al cursar el sexto grado de primaria. Hasta en la última cuaresma asistió a los ejercicios espirituales de los jóvenes desdeñando a los programados para los niños.

Las piernas no le alcanzaban lo suficiente para hundir el clutch, pisar freno y acelerador con el pie derecho. Por algún golpe de suerte logró poner “en primera”, sintiendo en la palma de la mano, el gratificante movimiento del embrague de la palanca de velocidades.

Al retirar el pie izquierdo del pedal un sorpresivo tirabuzón sacó sonrisas también al hermano mayor…

Increíblemente avanzaba, serpenteando al dificultarse mantener el rumbo.

Casi empezó a tranquilizarse al dominar el trayecto, cuando un enorme salto en las llantas del lado diestro, generó sucesivos tumbos. ¿Cómo había aparecido aquella roca precisamente cuando pasaba por ahí? No la vio, concentrado en su carril. “¡Ya pisó un conejote!” bromeó el padre.

Para colmo de males, dos imprudentes vecinos, parados a la orilla de la terracería hicieron la señal de conseguir “un aventón”.

No. Detenerse o hacer alto era imposible, pues iba a la suicida rapidez de quince kilómetros por hora, según le dijeron minutos más tarde, cuando le explicaron las funciones del tablero.

“¡Súbanse si pueden!”, gritó el papá. De reojo advirtió que corrieron detrás de ellos, con el sombrero en una mano y, sujetándose de la redila de la caja, mediante ágil brinco treparon sin algún contratiempo.

Larga media hora después avizoró el crucero con la carretera.

Inexplicablemente pisó los pedales, imprimiendo presión gradual al freno. Quitó la velocidad, metió el freno de mano, sintiendo que el alma volvía al cuerpo.

Pero al tocar el suelo sus corvas eran de chicle y sus manos temblaban involuntariamente.

Así de tormentosa es la experiencia del inicio de un nuevo aprendizaje. Quizá por ello muchas personas prefieren seguir en su estado de confort, perdiendo importantes oportunidades de crecimiento.




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