Gerardo-Luna-Tumoine-2024-Opinion
Los años nos modifican, pero no nos anulan. Somos el mismo niño que jugaba en la calle, el joven que soñaba con el futuro, el adulto que sigue buscando sentido en la vida.
El tiempo pasa y deja su huella en nosotros. Cambian nuestras caras, nuestras canas, nuestra forma de caminar. Las experiencias vividas nos marcan, nos enseñan, nos transforman. Sin embargo, en esencia, seguimos siendo los mismos.
Hace poco, me encontré con un viejo amigo, un carpintero vecino a quien no veía desde hace 20 años. Cuando lo saludé, sorprendido, me preguntó: ”¿Cómo me reconociste?” La respuesta fue sencilla: porque, aunque el tiempo haya hecho su trabajo, seguimos siendo los mismos.
Cuando volví a ver a mi amigo después de dos décadas, quizá sus rasgos habían cambiado, su voz sonaba diferente o su postura reflejaba el peso de los años. Pero algo en él, más allá de lo visible, seguía intacto. Tal vez su mirada, su manera de sonreír, o esa chispa inconfundible que lo hacía ser él.
El reconocimiento va más allá de lo físico. Es la esencia que se reencuentra, la memoria afectiva la que nos hace decir: “No hemos cambiado tanto como parece”. Porque la verdadera identidad no está en la apariencia, sino en lo que llevamos dentro.
Los años nos modifican, pero no nos anulan. Somos el mismo niño que jugaba en la calle, el joven que soñaba con el futuro, el adulto que sigue buscando sentido en la vida. No estamos iguales, pero seguimos siendo los mismos.
El reencuentro con alguien del pasado, o que hace mucho no vemos, nos recuerda que, a pesar de todo, hay cosas que el tiempo no puede borrar: la esencia, los lazos y la amistad.
La verdadera amistad es así. Aunque pasen los años, aunque no nos frecuentemos, aunque la vida nos haya llevado por distintas rutas, ahí sigue, como la madera bien trabajada que con el tiempo no pierde su esencia, sino que toma carácter, historia y valor.
Pero la amistad no se sostiene sola; necesita cuidado, como un buen carpintero cuida su obra. Un mensaje, una llamada, un reencuentro inesperado pueden ser la chispa que aviva una amistad dormida. No se trata de estar siempre presentes, sino de estar cuando realmente importa.
El tiempo es un escultor silencioso. Nos cambia sin pedir permiso, nos aleja de algunos y nos acerca a otros. Pero también nos da perspectiva. Con los años aprendemos que lo importante no es cuántas veces nos vemos, sino cuánto significado tiene cada encuentro. La vida nos enseña que el tiempo bien invertido es el que se comparte con quienes realmente importan.
Más allá de los años y la distancia, lo que realmente fortalece una amistad es la solidaridad y la compasión. Saber que, cuando uno cae, el otro está ahí para levantarlo. Que, en los momentos difíciles, un amigo no pregunta, simplemente llega.
Esas conversaciones sin prisa, los abrazos que dicen más que las palabras, los recuerdos que se tejen entre risas y nostalgias.
Las amistades auténticas son como esas piezas de carpintería bien hechas: sólidas, duraderas, testigos del paso del tiempo. No importa si la distancia o los años nos han separado; basta un reencuentro, una mirada, una sonrisa para darnos cuenta de que seguimos estando ahí, como si el tiempo no hubiera pasado.
No estamos igual, es cierto, pero somos los mismos. Y eso es lo que realmente importa.