Me engañó cuando me mentía

Hay palabras que no necesitan explicación porque encierran verdades tan profundas que cualquiera que haya amado, sufrido o madurado las comprende en silencio. “Me engañó cuando me mentía” es una de esas. Porque mentir no es solo decir lo falso; es construir una historia sabiendo que está hueca, es maquillar la verdad para que no duela… y al hacerlo, dañar más.

Este adagio puede aplicarse a muchos actores: al político que promete y traiciona, promete justicia y siembra impunidad, al amigo que oculta la verdad por comodidad y se aleja, la del ser amado que traiciona la confianza sin considerar el daño profundo que causa, pero sobre todo, y de manera más punzante, se aplica a uno mismo. Porque hay mentiras que nos decimos con tal destreza que acabamos creyéndolas. Hasta que un día, de pronto, nos damos cuenta del engaño… y del engañado.

Pero también está la mentira más compleja, la que nos decimos a nosotros mismos: esa negación voluntaria de la realidad cuando no queremos enfrentar lo que duele, lo que nos compromete o lo que exige un cambio profundo.

En esa misma vena emocional, Joaquín Sabina lo canta con una honestidad cruda:

“Déjame solo conmigo / con el íntimo enemigo / que malvive de pensión en mi corazón”.

Ese enemigo interior que todos llevamos —ese yo que miente para sobrevivir, que se esconde por orgullo, que finge fortaleza mientras se desmorona en silencio— es, a veces, el peor traidor. El más cercano. El más astuto.

Sabina habla sin rodeos:

“A ti te estoy hablando, a ti / que nunca sigues mis consejos / a ti que estás llorando ahí / al otro lado del espejo”.

¿Quién no ha sentido eso? ¿Quién no se ha reprochado haberse callado, haberse rendido, haberse justificado con excusas que parecían consuelo y no eran más que disfraz? Sí, también me he engañado cuando me he mentido. Cuando me dije que todo estaba bien, que no pasaba nada, que aquello no era tan grave. Cuando justifiqué lo injustificable por no querer perder, por no querer soltar, por miedo a la verdad.

Hay una mentira que nos duele más que todas: aquella que nos dijimos para no soltar, para no cambiar, para no perder algo que, en el fondo, ya se había perdido. Y aunque creamos que el autoengaño es una forma de sobrevivir, con el tiempo descubrimos que vivir con dignidad exige otra cosa: desnudarse frente al espejo, mirarse sin adornos, y dejar de perfumarse con palabras para consolarse.

“Me engañó cuando me mentía” es, entonces, también un llamado. A despertar. A hablar claro. A dejar de negociar con la conciencia. A no seguir alimentando ese “pariente pobre de la duda, el que nunca se desnuda si no me desnudo yo”.

Porque la vida —con sus caídas, sus jueves que se sienten martes, sus contradicciones y sus caminos bifurcados— también ofrece redención. “A punto de rendirme estaba, a un paso de quemar las naves… cuando al borde del camino, por dos veces el destino me hizo un guiño en forma de labios de mujer”.

Y entonces uno entiende que hay verdades que salvan. Que hay abrazos y besos que curan más que mil discursos. Que el cambio es posible cuando se empieza por uno mismo. Sí, me engañé cuando me mentía. Pero también me salve el día que decidí decirme la verdad. Y eso, aunque duela, es libertad.

Tal vez por eso, este sintagma no solo denuncia una herida; también nos invita a reflexionar sobre la coherencia, el valor de ser veraces, y el profundo respeto que merece la confianza, tanto en los otros como en nosotros mismos.

Al final, la verdadera madurez emocional y humana no radica en nunca equivocarse, sino en saber cuándo, cómo y por qué nos mentimos… y tener el valor de ya no hacerlo más.

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