
Gerardo-Luna-Tumoine-2024-Opinion
La vida nos enseña, una y otra vez, que el amor verdadero no se retiene con fuerza, sino que se cultiva con libertad.
Esta frase encierra una verdad tan humana como espiritual. Nos cuesta aceptar que alguien que fue cercano hoy camine en otra dirección. Nos aferramos a los recuerdos, a las promesas, a lo compartido. Sentimos que al irse, se lleva una parte de nosotros… y el alma entra en una lucha: ¿Cómo dejar ir sin sentir que se pierde?
La vida nos enseña, una y otra vez, que el amor verdadero no se retiene con fuerza, sino que se cultiva con libertad. Esto aplica para los amigos que ya no llaman, para los familiares que tomaron distancia, para la pareja que un día decidió partir. Y lo más difícil: aceptarlo sin rencor, sin orgullo herido, sin victimismo.
Pero también está la otra cara de esta experiencia. A veces no se trata solo de aceptar la partida del otro… sino de detenerse y preguntarse con humildad: ¿Contribuí yo, conscientemente o sin querer, a su alejamiento? Tal vez con palabras que hirieron, con descuidos, con una presencia ausente, o con actitudes que fueron cerrando la puerta al afecto. El apego a las personas puede cegarnos, y la costumbre, muchas veces, nos hace dar por sentado vínculos que debimos cuidar con más esmero.
La filosofía de varias creencias nos recuerda que hay más gozo en dar que en recibir. Y esto también se aplica a los afectos. Hay que amar sin poseer, dar sin exigir, y esperar sin desesperar. Cuando la mente está en paz con lo que ha ofrecido —aunque el otro se aleje—, entonces la libertad no se siente como abandono, sino como un acto de respeto irrenunciable.
Es cierto: en las relaciones humanas también hay errores, y reconocerlos es una forma de madurez espiritual. El orgullo divide, pero la humildad restablece puentes invisibles. Y aunque el otro no vuelva, nuestro espíritu queda libre de rencor y lleno de compasión. Porque al final, la mayor fidelidad es a nuestra conciencia, que nos pide amar sin cadenas, servir sin interés, y perdonar sin medida.
Hay despedidas que nos enseñan a agradecer. Hay distancias que purifican el amor. Hay silencios que nos hablan más que mil palabras. Y hay ausencias que la vida permite para llevarnos a una mayor plenitud interior. No hay que perseguir lo que huye. Hay que enaltecer lo que se va, aprender lo que deja, y vivir con esperanza.
Deja ir a las personas que sólo están contigo cuando les conviene. Quédate con quienes llegan cuando más los necesitas. Esta sabiduría, tan sencilla y profunda, nos invita a valorar lo esencial: cultivar relaciones desde la compasión, soltar desde la paz, y confiar en que lo que permanece en la verdad, nunca se pierde… sólo se transforma.
Si tú, lector, has pasado por el dolor de ver alejarse a alguien o tú te alejaste a quien amaste —ya sea un amigo, un hermano, una pareja o incluso un hijo—, haz de esa herida una fuente de crecimiento. Que no sea solo recuerdo, sino escuela del crecimiento interior. Pregúntate sin miedo si fuiste parte de la distancia… y si aún hay tiempo para sanar, actúa con humildad. Y si ya no es posible el reencuentro, transforma la ausencia en gratitud, y el duelo en sabiduría.
Porque lo que importa, al final, no es quién se quedó o quién se fue, sino quién eres tú ahora gracias a todo lo vivido, las experiencias y enseñanzas. No persigas, no reclames… pero tampoco te cierres. Aprende, mejora, perdona y permanece abierto al fenómeno del reencuentro… o al asombro mayor aún: el de tu propia transformación interior.