Tercer frente

Antonio Sánchez González.
Antonio Sánchez González.

La película del director Kirill Sokolov, “No Looking Back”, fue eliminada del programa del Festival de Cine de Glasgow en Escocia en el último minuto. ¿Qué tiene de malo esta comedia familiar? La nacionalidad de su autor: Kirill Sokolov es ruso (y la mitad de su familia es ucraniana). Se mantiene al tanto del bombardeo … Leer más

La película del director Kirill Sokolov, “No Looking Back”, fue eliminada del programa del Festival de Cine de Glasgow en Escocia en el último minuto. ¿Qué tiene de malo esta comedia familiar? La nacionalidad de su autor: Kirill Sokolov es ruso (y la mitad de su familia es ucraniana). Se mantiene al tanto del bombardeo del ejército ruso sobre Ucrania llamando por teléfono a su abuela materna, que vive enterrada en un búnker en Kiev. ¿Sokolov es un agente del país invasor? Por el contrario, firmó dos peticiones condenando la guerra lo que, en el contexto del endurecimiento de la dictadura de Putin, lo expone a enfrentar una fuerte pena de prisión en su país. ¿Por qué, entonces, prohibir su película? Porque recibió subsidios del estado ruso para producirla; y porque la industria del cine también es un negocio. El objetivo: golpear la billetera del estado ruso.

Nadine Dorries, ministra de Cultura británica, dijo que el deporte y la cultura podrían convertirse en “el tercer frente” de la guerra de Ucrania, después del militar y el económico, para ayudar a hacer del presidente Putin un paria internacional, en respuesta al llamado de la Academia de Cine de Ucrania para boicotear la cinematografía rusa. A los ojos de sus animadores, las películas rusas deben retirarse de la exposición en los países democráticos porque contribuyen a engañar a sus audiencias sobre la verdadera naturaleza del régimen ruso. El Festival de Cine de Cannes decidió no acoger, este año, a una delegación rusa. Cierto es que hay cineastas rusos cercanos al poder y resueltos para defender sus malas causas. Nikita Mikhalkov y Andrei Konchalovsky son los más famosos y también, por desgracia, los más brillantes.

Mucho se ha hablado de los casos de Valery Gergiev y la soprano Anna Netrebko. Gergiev fue despedido como jefe de la Filarmónica de Múnich porque también se desempeña como director del Teatro Mariinsky en San Petersburgo y tiene fama de ser cercano a Putin. Netrebko tuvo que renunciar a todos sus compromisos en los escenarios del mundo occidental: “Los artistas no deben ser obligados a dar a conocer públicamente sus puntos de vista políticos”, protestó. Tampoco “exigir que denuncien a su patria, porque no es justa”. Acerca de ellos, queda evocar el precedente del gran director Wilhelm Furtwängler (1886-1954). Mientras que durante el período de entreguerras insistió en tocar música francesa, decidió permanecer en Alemania después de que Hitler tomara el poder. Durante los conciertos que dirigió al frente de la Orquesta Filarmónica de Berlín, aparentemente se negó a hacer el saludo de Hitler. “Mi trabajo es la música. No soy un político”, dijo.

Los artistas e intelectuales han aprendido a desconfiar de la tendencia de los Estados a tratar de reclutarlos en cualquier conflicto internacional. Pero en el caso del boicot a los artistas y creadores rusos, se está produciendo un nuevo fenómeno, del que hay que tomar conciencia urgentemente: la asignación de identidad de artistas y escritores, provenientes de una cultura determinada. En nombre de las políticas de identidad, se supone que estos productores de cultura expresan la autenticidad de su comunidad de pertenencia en la medida en que determinaría sus obras incluso en su forma más íntima. La identidad personal de los artistas se minimiza así en favor de una identidad colectiva, que se supone que habla a través de ellos. Esta novedad pseudointelectual, procedente de los campus norteamericanos, es de hecho una cosa vieja emanada del romanticismo político. En esta corriente, el escritor, el poeta en particular, tenía la misión de encarnar “el espíritu del pueblo”. Y sabemos lo que el nazismo le debe: el “genio germánico” tuvo que purgarse de “influencias judías y cosmopolitas”… Hoy, es en nombre de este mismo determinismo, étnico, sexual, de “género” o religioso, que los creadores están obligados a ajustarse al programa político de su “comunidad”. ¿Debería esto llegar hasta el absurdo de equiparar a un artista con la política de su gobierno?

“No confundo a Chéjov -el genial médico escritor- con un tanque T34”, escribió Kundera en los 80, explicando por qué, mientras luchaba contra la Unión Soviética que había invadido y esclavizado su país, un pedazo de Occidente “secuestrado” por otra civilización, él y otros disidentes centroeuropeos tuvieron cuidado de no atacar la cultura rusa como tal.

Por lo tanto, es necesario indignarse porque la Filarmónica de Cardiff haya renunciado a un concierto de Tchaikovsky, considerado “inapropiado en estos tiempos”. O que la Universidad de Milán-Bicocca cancele un diplomado dedicado a Dostoievski. Putin es un monstruo que amenaza con incendiar toda nuestro Mundo, después de masacrar al pueblo ucraniano. Condenarlo por lo que hace es lo mínimo, pero esto no puede llevarnos a rechazar a la cultura rusa por lo que es.

Médico.




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