Responsabilidad temprana

Huberto Meléndez Martínez.
Huberto Meléndez Martínez.

Dedicatoria: Al abuelito Pedro Meléndez Mendoza (QEPD), con cariño y admiración. “Vamos al billar, primo. Ahí nos vemos con los compas del trabajo y la pasamos muy bien”, fue la primera invitación que recibió con cierto desagrado Juan, un familiar de otra comunidad, quien recientemente se incorporó como peón al gremio de mineros en aquella … Leer más

Dedicatoria: Al abuelito Pedro Meléndez Mendoza (QEPD), con cariño y admiración.

“Vamos al billar, primo. Ahí nos vemos con los compas del trabajo y la pasamos muy bien”, fue la primera invitación que recibió con cierto desagrado Juan, un familiar de otra comunidad, quien recientemente se incorporó como peón al gremio de mineros en aquella localidad.

El adagio popular expresado por su padre antes de irse, hacía resonancia en su cabeza “El muerto y el arrimado, a los tres días apesta”.

Estaría hospedado ahí por una temporada, mientras llegaban las lluvias porque las nubes se habían ausentado durante meses, acumulándose en años. Las reservas de las cosechas de ciclos anteriores se terminaban, así como los forrajes y pastizales para la manutención del ganado.

El cielo despejado seguía sordo a plegarias fervientes elevadas al Creador, durante los novenarios del Santo Patrono el mes de marzo, las danzas de los matlachines en la celebración el tres de mayo en la capilla del rancho, la procesión recorriendo las parcelas y senderos del día quince; los rosarios durante el mes de junio y las oraciones con fe antes de dormir.

El lecho de los estanques estaba desolado, reseco y, eventualmente adornado por alguna osamenta calcinada de animales muertos de sed. El lomerío, otrora con abundantes pastos, ahora sin brizna alguna parecía pellejo de vaca flaca.

El peso de responsabilidad creció en él por los tiempos difíciles. Las opciones se fueron cancelando hasta convertirse en dilemas: “Nos quedamos o nos vamos”, era el quid planteado por su papá al recrudecimiento de la sequía.

Se necesitaba dinero para adquirir despensa suficiente para la manutención de la familia constituida por diez personas.

Las hijas podrían conseguir trabajo como domésticas si fueran a radicar a Saltillo o Monterrey. Los hijos quizá conseguirían ser obreros. Cuando lloviera volverían a la finca.

El riesgo era dejar desprotegida su propiedad, adquirida a base de mucho esfuerzo.

“Yo me quedo a cuidar la casa”, dijo Juan, el mayor de los varones.

“No, nos vamos todos o nos quedamos todos”, replicó Don Pedro.

Conforme la decisión final, durante dos semanas estuvo levantándose a las cuatro de la madrugada para cruzar al trote, la vereda que serpenteaba la sierra entre peñas y arroyos, para lograr estar puntual en La Laja, a las siete, hora de inicio del turno.

Una tía materna ofreció un rincón de su jacal, para dormir y evitarle aquellas caminatas de casi seis horas.

Agradecido, por las tardes se acomedía a suministrar leña, acarrear agua de la noria, alimentar los animales, etc.

Vivir con los primos fue bueno, aunque por mucho tiempo lamentó la falta de afinidad en su forma de ser con aquellos parientes, porque las desavenencias afectaban su relación personal, en particular por la inversión económica que implicaban sus inclinaciones al juego de la baraja, los dados, las apuestas a las peleas de gallos y carreras de caballos.

Qué difícil conciliar la formación adquirida entre una y otra familia.




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