
Hubo un tiempo en que ser dueño de un solo libro era equiparable a ser dueño de un caballo, a ser un caballero y no alguien más de la infantería.
Prometeo es el símbolo inequívoco del dador de luz. Desde antes de Robin Hood —quien a los adinerados quitaba riquezas para entregarlas a los pobres—, desde antes de nuestro mexicano Chucho El Roto o cualquiera de las versiones nacionales que en cada país corresponden a este arquetipo de generosidad y esquiva justicia, fue Prometeo el semidiós que aprovechó su fuero para, desde los mismos aposentos divinos, tomar el privilegio y socializarlo entre los desposeídos.
Por eso es tan importante la divulgación de libros. Y me refiero no sólo a la literatura —las obras de ficción y las poéticas—. La divulgación de la ciencia, la historia e incluso las ideas políticas han sido posibles desde hace más de 500 años gracias a la disponibilidad y masificación de volúmenes tradicionalmente impresos y recientemente digitales.
Hubo un tiempo en que ser dueño de un solo libro era equiparable a ser dueño de un caballo, a ser un caballero y no alguien más de la infantería. Hacerse de un libro implicaba conseguir el texto original y los costosos servicios del monje copista, el ilustrador, el encuadernador. Ser dueño de un solo libro —permítanme otra comparación— era equiparable a lo que hoy implica ser propietario de una computadora portátil Mac de más alta tecnología.
Por eso celebro también el nacimiento y consolidación de la industria editorial. Surgió la imprenta con la cultura china (desde entonces inciden en nuestras comunidades los chinos), aunque se trataba de placas fijas. Fue el decisivo Gutenberg quien introdujo los tipos móviles y con él dimos el tremendo salto a las innumerables combinaciones de letras con las que incluso podemos comunicarnos quienes nos dedicamos a la escritura.
Por supuesto que son escasas las personas que se han hecho millonarias por escribir libros. Por supuesto que hay todavía muchas imperfecciones en el mundo editorial, con empresas monopólicas y un mundillo donde las relaciones públicas y políticas pueden pesar más que la mera calidad literaria. Aun así, la verdadera calidad literaria termina muchas veces por imponerse.
Con todo, reitero que celebro que exista una permanente revolución cultural y una industria editorial que nos permite, por ejemplo, que hoy la hija del agricultor o el obrero pueda tener libros e incluso bibliotecas.
Prometeo ha triunfado tanto, que hoy tenemos un panorama radicalmente distinto al que se vivía, por ejemplo, hace 45 años. En 1980, sólo podía publicar un libro alguien realmente connotado. Sólo podía ser traducida una obra marcadamente notable. Los tirajes editoriales eran limitados; lo mismo la distribución. Existía incluso un sistema de préstamo interbibliotecario por el que, mediante el servicio postal, una institución hacía llegar a otra un volumen requerido… esto entre otras peculiaridades que han sido borradas con la masificación de la tecnología.
En los años noventa vivimos los escándalos de la transición: se volvió polémica una fotografía de García Márquez mostrando un diskette de 3.5 pulgadas donde estaba guardando una de sus obras literarias en proceso. Algunos puristas confundidos llegaron a decir que un libro escrito en computadora no era un libro en forma. En la década de los 2000 comenzaron a distribuirse los dispositivos lectores que permitían el almacenamiento de hasta mil libros. Hoy podemos tener más de10 mil sólo en un teléfono celular, y hasta 100 mil en una unidad usb.
Prometeo ha triunfado tanto, que ese fuego único, concentrado en el Olimpo, es hoy millones y millones de puntos de luz en todo el orbe. Hablamos con los muertos, los mejores, y dejamos que nos transmitan sus ideas mejores. El mismo intercambio epistolar de genios contemporáneos ha llegado incluso a ser compendiados en libros. Lo mismo las entrevistas más memorables a las grandes personalidades de cada época reciente. Somos hijos de múltiples ventajas, y en nosotros está el aprovechar o no esta gratuidad y distribución masiva tan enriquecedora.