Instinto de saciedad

Juan Carlos Ramos León.
Juan Carlos Ramos León.

Son una serie de procesos químicos los que despiertan la sensación de saciedad cuando nuestro cuerpo ha recibido el suficiente alimento y al cerebro llegan las señales de hacer que nos detengamos.

Hace algunas semanas, la mascota de unos familiares murió. Se “empachó”, dijeron. Y es que el pobre animalito se dio vuelo comiéndose cuanta sobra encontró en un convivio que en aquella casa organizaron. Su ‘instinto de saciedad’ no funcionó.

Son una serie de procesos químicos los que despiertan la sensación de saciedad cuando nuestro cuerpo ha recibido el suficiente alimento y al cerebro llegan las señales de hacer que nos detengamos. Pero está claro que, satisfecho el organismo, si existe en nosotros alguna deficiencia emocional, el cerebro puede ignorar dichas señales ocasionando un trastorno que engaña o neutraliza ese ‘instinto de saciedad’.

Yo imagino que algo similar debe de ocurrir con la codicia. Para un codicioso “nunca es demasiado”. Y hay quienes llegan a enfermar de tal manera que no les importa por encima de quien pasen -sus propios seres queridos incluso- para engordar sus cuentas bancarias, adquirir propiedades en destinos paradisíacos u obsequiarse lujos verdaderamente exóticos. Y en ese frenesí por tener más y más se han arruinado vidas y destrozado familias enteras.

Tal es el caso del así llamado “monstruo de Wall Street”: Bernard Madoff. Recientemente tuve la oportunidad de ver una breve serie documental que describe al detalle la que se ha convertido ya en una de las más grandes estafas de todos los tiempos: la codicia a la orden del día condujo al colapso de la economía mundial, siendo el caso de Madoff uno de los factores, si bien no el único.

Utilizando un sistema “ponzi” -con las aportaciones de los nuevos inversionistas se liquida a los más viejos haciéndoles creer a todos que ese dinero pasa primero por distintos instrumentos de inversión de riesgo obteniendo buenos resultados- Maddof pulverizó cerca de diecisiete mil millones de dólares provenientes de todo tipo de inversionistas: capitales privados, individuos y familias. Y, lo peor de todo, es que lo hizo durante cerca de dos décadas y con la tolerancia de un débil e ignorante “sistema” de vigilancia gubernamental.

¿Qué impulsaba a Madoff a continuar con su esquema? La respuesta es sencilla: “nunca es suficiente”. ¿Se podía más? Iba por más. Nada lo detenía. Todos confiaban en él. Cuando una puerta parecía cerrarse, se le abrían dos ventanas y así hasta que, en 2008, el sistema financiero colapsó, los inversionistas comenzaron a liquidar sus inversiones y al no haber tales lo demás es historia: algunos se suicidaron al encontrarse en bancarrota, otros perdieron los ahorros de toda su vida y, con ello, una anhelada y bien merecida jubilación.

Madoff murió en la cárcel, casi trece años después de que quedara al descubierto su estafa. Pero lo precedieron sus hijos Mark y Andrew quienes no estaban al tanto de la felonía de su padre. El primero se suicidó y el segundo fue vencido por el cáncer en 2014. A Madoff también le falló el ‘instinto de saciedad’.

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