Vacaciones productivas

Huberto Meléndez Martínez.
Huberto Meléndez Martínez.

Este tiempo de descanso se podía aprovechar de diferentes maneras, jugando con los amigos, ayudando en casa, incluso ganando algo de dinero.

A los primos Silvestre y Julián Rico Briones, con gran afecto.

¡Vienen las vacaciones!, Aquel concepto generaba diversos sentimientos entre los chiquillos que ese año cursan su instrucción Primaria.

Había quién se iba a cierta ranchería con familiares o casa de los abuelos, pero los más permanecían con su familia.

Chivete y Julián particularmente estaban más contentos ante la proximidad del verano porque harían todo aquello que tenían que aplazar por asistir a la escuela. Como iban durante la mañana y la tarde, quedaba poco tiempo para jugar, pues tenían asignada una obligación ineludible, por el estricto padre: mantener lleno de agua un tambo de doscientos litros, para uso doméstico. El acarreo podía hacerse temprano o casi al oscurecer el día, desde la llave pública ubicada a unos trescientos metros de su vivienda. Ir a llenar los cubos era fácil, pues mientras esperaban turno en la fila, jugaban con sus vecinos. Llevar el líquido era lo complicado porque había que andar cuesta arriba.

Los dos eran muy buenos para “jugar a la cuartita”. Provistos de monedas y de varios cerillos, a los cuales quitaban la cabeza y cuya longitud utilizaban como medida. Se jugaba al menos entre dos. En un volado definían el turno; el primero lanzaba una moneda al suelo, a una distancia a menor a la altura del jugador; el otro lanzaba la suya, pretendiendo que quedara tan cercana, como la longitud del mango del cerillo o menos, de conseguirlo ganaba la apuesta, si lograba empalmar su moneda a la del adversario, ganaba el doble. Pero de quedar a mayor distancia que lo largo del cerillo, tocaba el turno al contrincante, quien tenía mayor probabilidad de éxito por estar más cerca del objetivo.

Crecía la emoción conforme la habilidad que al tiempo fueron desarrollando para conseguir empalmes. Se apostaba dinero a escondidas de los padres.

En esa época también podrían ir al campo de béisbol a jugar con el equipo infantil de su barrio.

A veces lograban escapar de la familia con el pretexto de ir por frutas a las huertas y se metían a nadar en las tinajas del arroyo que bajaba del cerro y formaba manantiales de líquido que siempre estaba muy frío.

El mayor atractivo del receso escolar era poder ir diariamente a la calle de la terminal de autobuses, donde podían encontrar viajeros que necesitan lustrar sus zapatos. Los muchachos tenían un cajón de madera en el que guardaban los enseres necesarios para hacerlo. Aquellas ganancias las repartían con su madre, Doña Mique, y ahorraban para adquirir cuadernos y otros artículos escolares. Consideraban que eso era lo mejor de las vacaciones, pues en realidad tardaron en darse cuenta que esa convivencia cotidiana en las calles, les ayudó a hacer amigos, a ser rápidos en hacer cuentas de forma mental, aprender a comunicarse con los adultos, sus clientes, forjó el carácter para saberse defender en ese medio social y desarrollar destrezas para posteriormente trabajar de manera formal.

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