Fiesta en el rancho

Huberto Meléndez Martínez.
Huberto Meléndez Martínez.

Las peregrinaciones, el grupo de niñas y niños vestidos de inmaculado blanco para realizar su Primera comunión, los danzantes, las flores, los cantos, representaban las acciones medulares de la celebración religiosa.

A los grandes abuelos Petra y Pedro, con respeto y cariño.

Un cable de plástico que atravesaba la habitación donde dormía, desde la pared de la cocina hasta el muro que dividía esa casa con la tienda de la tía Manuela, fue lo primero que vio con la luz natural del sol que se filtraba por las rendijas de la ventana.

A media estancia pendía un foco como los que había en casa de su tía Piri, en la “lejana” ciudad que eventualmente visitaban.

Eran días en que veían cosas nuevas. Al levantarse fue siguiendo la trayectoria de ese cable. Venía de la bodega, pero más allá había atravesado la cocina y cuartos de la casa de la abuela. Siguió y llegó al patio de atrás. Junto a una de las columnas de la finca estaba una máquina parecida a la del molino de nixtamal. De seguro, su hermano mayor sabía qué y para qué era todo aquello.

“Es una planta de luz”. “Anoche la pusieron mi papá y algunos señores, para aluzar en la Capilla, porque había rosario y hoy a las cinco fueron las mañanitas al Señor San José. Es 19 de marzo”.

Por ese motivo estaban ahí desde el viernes, en víspera del día importante.

El sueño pesado más las emociones acumuladas le habían impedido escuchar la alborada al Santo Patrono del festejo.

Las peregrinaciones, el grupo de niñas y niños vestidos de inmaculado blanco para realizar su Primera comunión, los danzantes, las flores, los cantos, representaban las acciones medulares de la celebración religiosa.

El niño disfrutaba la oportunidad de encontrarse con sus primos y deambular por los espacios en donde los comerciantes ofrecían algunos productos… A la sombra de majestuosos árboles de pirul estaba el señor que vendía telas y cinturones, en la otra el que pescaba incautos con el juego de cartas, allá el que vendía cacerolas y jarros.

El ambiente de alegría y júbilo se fortalecía con la música de la Banda Santa Cecilia, dirigida por el Maestro Zamarrón. Ese día el tocadiscos comunitario estaba en silencio, lo cual enaltecía estos gratos sonidos de música de viento.

Entre la banda y los músicos de la danza de matlachines se turnaban para que la gente se deleitara con ambas interpretaciones.

El vigoroso sonido de las sonajas, el huaracheo en el piso de tierra regado periódicamente, el acompañamiento del violín y la tambora cuyo eco se escuchaba en el rebote del lomerío circundante, contagiaban la efervescencia y estado anímico de los feligreses.

Todo era elegancia. Los señores portaban por lo menos un sombrero nuevo. Las muchachas con rebozo y las amas de casa un su colorido mandil; los niños estaban divertidos con los audaces que trepaban el palo encebado, conformes por tener dinero para alguna golosina o torear las bengalas de los fuegos artificiales encendidos en la noche.

Los festejos comunitarios también dinamizan la economía, generan tradición y cultura. Son perennes en la memoria de las personas.

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